Moriré en Valparaíso

Moriré en Valparaíso
Mi nuevo libro con prólogo de Roberto Ampuero

domingo, 17 de octubre de 2010

Entre hortensias y nísperos

“¿Te has dado cuenta que la calle Dinamarca no es de adoquín? Es de piedra. Lo hicimos nosotros, como parte del acuerdo que permitiera, al fin, la adquisición de este terreno en 1825.” Las palabras son de Esteban Collins, Director del Cementerio de Disidentes, al iniciar nuestra caminata al cielo, entre hortensias y nísperos.


No es la primera vez que vengo, obvio. Pero nunca había entrado por Dinamarca 14, el portón patrimonial, con su escalera de mármol en forma de caracol, vigilado por misteriosos búhos esculpidos en piedra. “Durante más de un siglo”, continuaba Esteban, “nuestra convivencia fue difícil. A pocos años de abrir las puertas, hubo un terremoto. La iglesia nos echó la culpa, ‘los herejes’ y gran parte del pueblo les creyó”.

A los chilenos, les incomodan los cementerios. A mí, me fascinan. Pienso, inmediatamente, en uno de mis poemas favoritos, “Los Niños”, de William Carlos Williams (1883-1963):


De vez en cuando
encontrábamos un claro
de violetas amarrillas

no muchos
pero grandes
azules y grandes

en el bosque del cementerio
recogíamos
varios

había una familia llamado Foltette
una familia grande
con muchas tumbas de niños

así recogíamos ramos de violetas
y dejábamos uno
en cada lápida


¿Y de qué color son las violetas, después de todo? ¿Amarillas, púrpuras, o azules? No tengo idea. ¿Y cuáles son los niños referidos en el título? ¿Los Foltette? ¿O los que juegan, inocentemente, en el bosque? Nadie sabe. Gozamos el círculo de la vida. No hay porqué explicarla.

Los cementerios desnudan nuestras ambiciones. Nos vacían de ruido interno. Nos limpian por dentro y por fuera.

Pero el Cementerio de Disidentes es diferente. Es un monumento a la lucha por la libertad, un testimonio a la tolerancia y la diversidad. Aquí descansan nuestros mártires y aquellos que, habiendo nacido en tierras tan lejanas como impronunciables, optaron por morir aquí, en el último confín del mundo.
Aun así, me es difícil explicar el misterioso poder narcótico de este lugar. Tal vez, igual como en “Los Niños”, no es necesario. Basta deambular entre los apellidos Mackay, Garland, Sutherland, Hucke, Porter, Trumbull, etc. Cada vez que vengo, vuelo. Siento como si hubiera entrado a un boticario del siglo 19, con sus repisos de roble repletos de botellas cuyas etiquetas amarillentas, escritas en inglés y alemán, narran fabulosas fábulas de antaño. Y, de repente, siento que he llegado al pasillo de los perfumes, apenas perceptibles tras siglos de abandono, pero que pegan igual, fuerte, con su golpe de melancolía extraído del silencio.

domingo, 3 de octubre de 2010

Escalando

El domingo pasado, a las 23:00, mientras veía “Tolerancia Cero”, envié un mensaje vía twitter: “Busco la escalera más larga de Valpo. Favor nomina su favorita con cantidad de peldaños.”


En segundos, las redes se iluminaron. Llegaron un par de nominaciones para la “Cienfuegos”, que une Serrano con la Plaza Eleuterio Ramírez. Contesté: “Sé que existe un mito que sea el más largo, pero no creo. ¿Cuántos peldaños, please? Veamos.”

Nadie sabía. Daba lo mismo. La cosa venía entretenida. Afuera, llovía a cántaros. En ciberespacio, porteños desde Suecia, Temuco, y Antofagasta nominaban sus escaleras regalones: La subida Pasteur, la Santa Margarita, la San José del cerro Larraín, la Harrington del Panteón. Sobre este último contesté: “¿Se acuerda una escena de ‘Amnesia’ de Justiniano con Julio Jung subiendo allí? Memorable. Qué lugar más maravilloso.”

María Fernanda vive en Santiago pero estudió diseño en el Puerto. Ofreció: “Como alumna subía mucho a Cienfuegos y Carampangue. Carampangue es más larga”. Otro nominó Cabritería. Pero aun no había cifras oficiales. A las 1:15 me quedé dormido.

Amanecí el lunes y revisé. Tenía un montón de mensajes en bandeja. “Cienfuegos tiene 166, Carampangue 194.” Un grupo de alumnos de la UFSTM querían saber: ¿Vale la escalera de nuestra universidad? Después de un intercambio, a favor y en contra, yo contesté: “UFSTM es patrimonio importante de Valpo. Vale.” Los alumnos, felices, reportaron: “Entonces tenemos 210 peldaños. Vamos ganando.”

Pero su alegría no duró mucho. Media hora después, la Pasteur fue confirmada en 212.

El martes había un mensaje de un periodista de La Tercera y dos mensajes de un par de diarios electrónicos. “Todd, supimos que estas organizando un concurso de escaleras, ¿podemos hacer un reportaje?” Sorprendente este twitter.

El miércoles amaneció con nuevo líder: “El Teniente Bello”. Parte en la calle Lastra y sube Mariposas. Es fantástico. Y, es más, tiene 230 peldaños confirmados.

Víctor Estivales, licenciado en literatura de la PUCV que cursa un postgrado en Santiago, me asegura: “la escalera que une Jorge Washington con Ibsen tiene más de 300.” ¿Su problema? “La única que puede confirmar es mi hermana, pero está a punto de hacerme tío.”

El jueves ardía otra polémica. ¿Los peldaños tienen que ser continuos? La decisión de aceptar descansos animó a un ex – residente del cerro Las Cañas. “La escalera de la muerte”—lo que los vecinos llaman aquella que colinda con su ascensor abandonado. “Estoy seguro que tiene, al menos, 400 peldaños”, escribía. “Necesito que me lo confirmas, amigo”, contesté. “No puedo. Estoy estudiando en el Sur.” Mandó una imagen desde Google Earth. “Trampa” respondió otro.

Se me ocurre que quienes pontifican la muerte del Puerto, una e otra vez, desconocen un detalle importante: la pasión de su gente. ¿El desafío? Saber encausarla. Los críticos me dicen, “Cuesta arriba, gringo.” Da lo mismo. La fuerza viva de Valpo vive escalando.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Anomalías: "A Change Is Gonna Come"

El gran himno de la música soul, “A Change Is Gonna Come”, compuesto y grabado por Sam Cooke en 1965, es considerado uno de los clásicos de la música contemporánea. Inspiró a Ray Charles, Otis Redding, Al Green, James Brown, Marvin Gaye, Steve Wonder, Aretha Franklin, y legiones de otras leyendas. Según el crítico Greil Marcus, se trata de la canción más importante de su género. Pero, en 1965, año de las protestas por los derechos civiles en Selma, año de los motines de Watts en Los Angeles, año en lo cual las tropas estadounidenses en Vietnam aumentaron desde 30 mil a 170 mil, “A Change Is Gonna Come” no superó el puesto 31 en el ranking. ¿Más extraño aun? Fue lanzado póstumamente, pues, Sam Cooke—cuyas canciones han sido cubiertas desde entonces por centenares de artistas, incluyendo a John Lennon, Simon y Garfunkel, Cat Stevens, Rod Stewart, Van Morrison, y todas las leyendas afroamericanas antes mencionadas, había sido asesinado el mes anterior por la manager de un hotel en Los Angeles.

Volveré a Sam Cooke en un momento. Ahora, un par de observaciones sobre el bicentenario.

Mientras Chile, con sus 200 años a cuestas, mira el futuro con pavoneo y un deslumbrante optimismo, Valparaíso lo enfrenta con trepidación.

Por su parte, Chile está a punto de lograr su anhelado “desacoplamiento”. Ya no depende, exclusivamente, de las vicisitudes de la economía norteamericana. Crece a tasas envidiables aunque el país del norte se mantenga postrado en la UTI.

Valparaíso, por su parte, da la bienvenida al tercer siglo de Chile con un suspiro de alivio: “que sea mejor que el segundo” decimos todos. El siglo 1910-2010 partió con la apertura del canal de Panamá y la caída del negocio salitrero. Desde allí en adelante más bien parecía una letanía de chistes de mal gusto: desastres, explosiones, incendios, aluviones, terremotos, todo lo anterior culminando en el despoblamiento de su casco histórico y el desprestigio de la ciudad en los ojos de gran parte del país. Todo esto, se puntualizó, de forma magistral, con el cierre de varios ascensores y el dantesco incendio que destruyo nuestro querido “Pancho” a pocos días de llegar al bicentenario.

Para Valparaíso, “A Change Is Gonna Come”, sería un himno apropiado.

Así, volvemos a Sam Cooke. Mientras uno de los mejores discos de todos los tiempos languideció sin poder superar el puesto 31 de ventas, ¿cuál fue el número 1? “Downtown”, de Petulia Clark. Se trata de una canción pegajosa, pero poco transcendente en la vida de las personas. Hoy, 45 años más tarde, “A Change Is Gonna Come” crece en estatura, influyendo cada nueva generación. “Downtown”, una vez una superventas, quedó en el olvido.

La anterior me parece un interesante espejo para ver la difícil relación entre Chile y su capital cultural. En pocos días inauguraremos aquí el Fórum de las Culturas. El mundo entero celebrará su amor por Valparaíso.

Chile, al parecer, estará en otra.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Aullido

Aquel nefasto 31 de julio apenas descansaban los carros tras la última bajada del ascensor Cordillera -los 51 segundos más tristes de los que se tenga memoria- cuando mi celular empezó a sonar. A poco andar tenía mensajes de dos matutinos capitalinos más CHV, TVN, y CNN Chile.

Llegó el primer periodista. ¿Primera pregunta? "Da la sensación que los porteños no cuidan a su patrimonio, ¿Qué opinas?" Bastó el frío fruncir de mis cejas rusas para que entendiera que no mordería tal venenosa carnada. Es más, durante 20 minutos, hice lo posible para convencerle que la pregunta estaba mal planteada. Me explayé en como la recuperación de otras ciudades patrimoniales de la misma categoría de Valparaíso viene fuertemente subsidiados por sus respectivos gobiernos. Expliqué que más del 60% de las casas de Valparaíso están exentas de pago de contribución por lo antiguas. Ninguna otra ciudad chilena tiene esta mochila. Le recordé que la ciudad, con su asombroso laberinto de calles, escaleras, y callejones, tiene tres veces más estructura vial per cápita que cualquier otra ciudad de Chile. Le informé que los ascensores requieren 15 veces más inversión de lo que venden. "No lo que rentan", le dije. "Lo que venden".

"El gobierno de Ecuador", continuaba, "invierte US $50 millones al año para la recuperación patrimonial de Quito."

Repetí más o menos el mismo guión con los demás periodistas. Todos parecieron impresionados. Pero no es fácil revertir una narrativa cuando viene incubándose hace años. Es más, para los santiaguinos, el cliché, "los porteños no saben cuidar su patrimonio", es conveniente. Les permite lavarse las manos. Así, imagínense mi disolución cuando los 5 reportajes salieron con la narrativa de siempre.

Lo cual nos trae al dantesco acontecimiento del jueves pasado.

El terremoto, el fraude, el cierre de los ascensores. Ahora esto. No se puede creer. En Valparaíso, cualquier columna de humo negro provoca pánico. Pero, para miles, la imagen de llamas emanando desde el reloj de nuestro "Pancho" era diferente. Era demasiado. Ninguna ciudad puede tener tan mala suerte. Me acosté con ganas de vomitar.

Pero el viernes amaneció con otra vibra. La empresa constructora, al parecer, tendría seguros y capaz que éstos alcancen para reconstruir todo. Es más, tanto el intendente como el alcalde parecen haber encontrado su voz. No solamente reconstruiremos la iglesia. Recuperaremos el barrio. Este mismo día empezó a dibujarse una solución temporal para reabrir algunos ascensores.

El viernes en la tarde, tomando la temperatura del ánimo porteño en Twitter, me nació la siguiente idea: El próximo 4 de octubre, día de "San Francisco de Asís", armemos una gran fiesta en la calle Setimio frente a la Iglesia. Apoyemos a la congregación y las monjas. Llevemos nuestras mascotas. Pero, más importante, demostremos a todo Chile quienes somos. No se trata de una letanía de amargura, sino una señal de unidad. Nosotros, los porteños, no seremos vencidos.

domingo, 22 de agosto de 2010

Un tren puede esconder a otro tren

Se trata de un poema del estadounidense Kenneth Koch (1925-2002), inspirado en un letrero que el poeta vio en Kenia. Parte:

En un poema, un verso puede esconder a otro verso,
De la misma manera que, en un cruce,
Un tren puede esconder a otro tren.
Así, si pretendes cruzar
La línea férrea espera un buen momento
Hasta que pase el primero. Y cuando leas
Espera hasta que hayas leído el próximo verso—
Allí, recién, sabrás si estás a salvo.
En una familia, una hermana puede ocultar a otra.
Así, cuando estés cortejando, mejor tenlas todas a la vista,
Pues, si no, al seducir una, podrías terminar
Enamorado de la otra.

¿Y en Valparaíso? Un cerro puede esconder a otro cerro. Tomemos el caso de Barón. ¿Cuándo es la última vez que llevaste tu señora a pololear allí? Recomiendo que lo hagas de inmediato.

Supongo que el mirador Portales, nombrado en honor al inquilino más famoso del cerro, sería un lugar obvio para partir. Así, no lo hagas. Parte, mejor, en la calle Setimio, el Montmarte porteño.

Caminar cualquier cerro porteño siempre trae una yapa. Está el paseo que ves y el otro que borbotea por dentro. Son dos paseos en uno. Un tren esconde a otro tren.

Setimio, por su parte, es de las pocas calles de cerro que hay en Valparaíso que siempre fue concebida como bulevar. Así, fue en 1845 cuando se colocó la primera piedra del convento de la orden Franciscana. ¿Que nosotros jamás hayamos cumplido tal mandato? Esto es otro problema.

Les invito a imaginar la cara de don Eduardo Provasoli cuando llegó por vez primera en 1890. El afamado arquitecto italiano, que, años después, levantaría la icónica Catedral de Castro en Chiloé, sería el encargado de construir aquí el torreón más famoso de Chile. Por mi parte, me es imposible caminar la calle Setimio sin imaginar cafés al aire libre y su bandejón central lleno de cerezos y almendros en flor.

Pero estar parado debajo de la Iglesia San Francisco al atardecer no requiere imaginación ninguna. Es una experiencia sin igual. El tiempo se detiene. ¿Cuántos personajes, llegando a vapor desde Europa tras navegar Cabo de Hornos, tuvieron su primera imagen de Valparaíso mirando hacía aquí? Está el convento con sus jardines y sus adoquines. Todo un paseo en si mismo. Maravilloso.

Doblando a la derecha por la calle Blanco Viel y ambulando por calles como Tocornal, Acevedo, y General Belgrano, nos entramos en el corazón del cerro Barón, un típico barrio porteño lleno de casitas de adobe y estucado, todas de fachada continua, con mucha vida de vereda. Cada esquina nos trae una tienda de empanadas o un almacén.

Subiendo el cerro, se llega a una pequeña plaza edificada por los mismos vecinos. El jardín es formidable. La vista del torreón insuperable. Desde este lugar, se descubre otro Valparaíso.

O, según Kenneth Koch: “Puede que sea importante/ haber esperado un momento/ a ver lo que siempre estuvo allí.

domingo, 15 de agosto de 2010

Valparaíso, fuera del cuadrado

A un conocido sicólogo, especialista en tratar a los mejores golfistas del mundo, le gusta presentar a sus pupilos un famoso dibujo. Se trata de nueve puntitos ensamblados en forma de cuadrado. ¿El ejercicio? Conectar los nueve puntos utilizando sólo cuatro líneas rectas, sin levantar lápiz del papel.
El 99% de los que intentan terminan rindiéndose. "No se puede", dicen. ¿Su problema? Asumen que sus opciones se reducen al universo representado por el cuadrado. Si aceptas estas limitaciones, el puzle es imposible. ¿Y qué pasa con el 1%? Parten, como muchos, conectando el diagonal que pasa por el medio. Después, doblan por abajo. Pero cuando llegan al último puntito, en vez de doblar otra vez, siguen adelante en línea recta hasta encontrarse fuera del cuadrado. Desde esta perspectiva, descubren una nueva geometría. Los nueve puntos no necesariamente tienen por qué formar un cuadrado. ¿Por qué no pueden formar dos triángulos? La solución aparece. ¿El mensaje? Cuando la adversidad te embosca, hay que aprender a pensar fuera del cuadrado.

En 1988, Australia cumplió 200 años y celebró en grande con la Expo Mundial de Brisbane. Se reclamó un inmenso páramo de viejas bodegas e industrias en la ribera sur del rio Brisbane. Estas fueron transformadas en hoteles, loft, y restaurantes. Entre el borde fluvial y el recuperado patrimonio industrial, se despejó un predio de 20 hectáreas para la instalación de los 102 pabellones.

Pero la Expo duró solo 6 meses. Una vez terminada, se desmantelaron las exposiciones, dejando un vacío importante en el corazón de "la ribera sur".

Llovieron ofertas. ¿Vivienda? ¿Oficinas? ¿Comercio? ¿Un campus universitario?

La respuesta llegó gracias a la afamada firma de arquitectos, Denton Corker Marshall, de Melbourne, especialistas en "pensar fuera del cuadrado". Estos presentaron un Plan Maestro urbano que asombró por su simpleza, elegancia, y genialidad.

Se mandaron a construir 406 sinuosos zarcillos de fierro galvanizado. Cada poste medía 4,5 metros y constituía una verdadera escultura en sí. Los postes fueron erigidos en dos columnas paralelas de 203 zarcillos cada uno. Hubo intervalos de 5 metros entre cada poste. Al nivel de suelo, las dos columnas fueron separadas por 7 metros. Arriba se juntaron como tijeretas. En su conjunto, esta monumental estructura serpenteaba por un kilómetro. Desde el aire parecía el esqueleto de una gigantesca pitón.

Una vez erigido el casco, se juntaron los zarcillos con un sistema de alambres. Sobre estos, se plantaron miles de buganvilias color fucsia.

15 años después, el "Gran Parrón de Brisbane" destaca como un hito mundial del buen urbanismo. Seduce por su belleza escultural. Pero más impactante ha sido su glorioso impacto urbano. Articula, define, e integra todo la vida de la ribera sur.

Sus sinuosas curvas son perforadas por cinco calles rectas. Esta combinación deja espacios urbanos de distinta forma e índole, parecido al laberinto de Valparaíso. En algunos espacios, dejaron parques, fuentes, hasta una pequeña laguna con jardín japonés. Otros ostentan cafés, bibliotecas, galerías, y restaurantes. Los fines de semana se hace una feria de productos orgánicos.

No les voy a mentir. El primer día que caminaba debajo de esta maravillosa escultura tuve un solo pensamiento: "Quiero traerme tres a Valparaíso." Visualizaba uno para la Avenida Argentina, otro para la Avenida Brasil (zigzagueando entre las palmeras y los monumentos), y otro en la "Explanada del Mar" contemplado por Puerto Barón. Los tres constituirían un gran paseo de tres kilómetros que partiría en la entrada Valparaíso y culminaría en el edificio del Gobierno Regional.

Ay… Soñar es gratis. Pero, mi punto es otro: Hace 20 años que nuestras autoridades viven de contingencia a contingencia. Que nos cierran ascensores, que los perros muerden a turistas. Cada día, hay que apagar algún incendio. Valparaíso es un puzle de nueve puntos. Si sacas la basura de un lugar, reaparece en otro. Los nueve puntos jamás se pueden unir mientras sigamos viviendo dentro de nuestro pequeño cuadrado.

El Fórum de las Culturas habría sido el escenario ideal para traer maestros talla mundial a enseñarnos a soñar más allá de tales limitaciones. Pero cuando el gobierno anterior dejó botado el Fórum, esta histórica oportunidad se convirtió en otro incendio más.

Pero no todo está perdido. Recomiendo que el Gobierno Regional, en conjunto con el CNCA, invite cinco grandes urbanistas mundiales a Valparaíso de la envergadura de aquellos que idearon el Gran Parrón de Brisbane. Puede que cinco grandes simposios, dictados por genios que viven lejos de nuestro sofocante mundo de prejuicios y limitaciones, sea justo el golpe que necesitamos para despabilarnos de la pesadilla de nuestro pequeño mundo donde todo nos parece imposible.

domingo, 1 de agosto de 2010

Efímera Eternidad

Mi hija pregunta: "¿Qué hace el ratón Pérez con tantos dientes?".

"Esto, junto con cómo construyeron los pirámides, son los dos grandes misterios del universo", le digo.

Se estudia meticulosamente en el espejo, fascinada por el inflamado hueco de encía que queda en el lugar donde una vez hubo una paleta. Hoy, domingo, tendrá su segundo recital de ballet en la Aula Magna de la UTFSM. Será una gatita. Una gatita que le falta un diente.

El martes, cuando me tocaba recogerla en su academia, hice una maldad. Llegué cinco minutos antes. Me escondí tras una pequeña apertura de la puerta para espiarla ensayando sus pasos. Adentro, la profesora gritaba indicaciones: El domingo, si se les cae el colet, ¿lo van a recoger? "¡No!" contestaron 10 gatitas preciosas. ¿Y si se les cae un botón? "No." ¿Si se les caen la cola? "No."

Por un instante, se me olvidó el caso corrupción, las elecciones internas de los partidos políticos, los números de la encuesta CEP, los ascensores oxidándose en sus rieles. Por un instante, estaba feliz.

Ay, la felicidad. Esta efímera eternidad. Hoy día, en las grandes universidades norteamericanas, se puede estudiar cualquier cosa -desde una deconstrucción marxista de la canción "Like a Virgen" hasta "cómo ganar más dinero utilizando Facebook y Twitter", pasando por "si existe o no un gen de la bisexualidad en los crustáceos". Pero no existe ni una licenciatura ni un magíster en alegría. Basta escuchar un par de minutos nuestro debate político para saber lo poco que se sabe de este último.

En una entrevista en 1981, un periodista le preguntó a Bob Dylan qué le motivaba seguir reinventándose, una y otra vez: "No necesitas ni la fama ni el dinero. Artísticamente, no te queda nada para lograr, pues, tienes docenas de canciones inmortales. Has ganado tu lugar en la historia. ¿Por qué no descansas y disfrutas lo que has hecho?".

Dylan contestó: "Existen industrias enteras dedicadas a enfermarnos, a perpetuar nuestra enfermedad. Permea el cine, la televisión, propaganda, farándula, los letreros en la carretera. Si yo no pensara que mi música pudiese ayudar a que alguien fuera feliz, no estaría cantando. Estaría navegando en un bote, o caminado por el bosque".

En términos de liderazgo, ser una persona feliz tiene muchos beneficios. "La gente no nos sigue por lo que decimos", dijo Sun Tzu, "la gente nos sigue por lo que somos". En el Oriente llaman esto "La ley del esfuerzo invertido". Mientras más desesperadamente buscamos algo, más nos alejamos de ello.

Uno de los grandes secretos de la mística que se sentía en Valparaíso entre 1998-2003 fue precisamente eso. Por un instante, los porteños olvidaron sus penas. Dejaron de ser víctimas. Se reenamoraron de su ciudad. Redescubrieron la alegría de ser porteño. Lo demás llegaba solo.

Así, por un día, me perdonarán si no hablo ni del desempleo, ni del Mercado Puerto, ni de los perros callejeros. Hoy día voy al ballet. A bailar señores.

domingo, 25 de julio de 2010

Zeitgeist

Aproximadamente 6 cuadras arriba de la Avenida Alemania por la calle Alquiles Ramírez, pasado la calle Progreso, pasado el pasaje “23”, acercando la cumbre del cerro San Juan de Dios, se encuentra el colegio San Tadeo. En este lugar, se marea un poco. El pendiente del cerro es fuerte. ¿El paisaje? Típico de la parte alta de nuestra ciudad. Una mezcla de viejas tomas que, con el pasar de los años, se han ido consolidando con olor a barrio. Frente al colegio, costado poniente, se abre un pequeño pasaje sin nombre. Entramos.


La vista es impresionante. Las casas emanan dignidad y esfuerzo. A la mitad, hay un boliche que vende escarolas, papas, cebollas, tomates. Pasado el almacén, el carácter del pasaje cambia. Se acaba el hormigón. Empieza el zigzagueo, los peldaños, los pasamanos, las tablas de madera atravesando el cerro. Todo improvisado con mucho cariño por los propios vecinos. Y de repente, llegamos. Vislumbramos lo que venimos a descubrir. Bodhisattva. Shangri-la. Nirvana.

Descubrimos un parque. Un hermoso parque. Hay un cauce con una cascada natural que cae de la roca del cerro, vaciándose en un pequeño edén que los mismos vecinos han transformado en un anfiteatro. Imposible que visite un lugar así sin que me caigan las lágrimas. Aparezca el urbanista frustrado que soy. “Si yo hubiera descubierto este lugar hace 12 años podría haber hecho milagros aquí”, pienso. Claro, hace 12 años, hubo un zeitgeist distinto.

Zeitgeist es alemán por “el espíritu del momento”. Explica cómo es posible que, en París, entre 1869-1885, aparecieran pintores de la talla de Monet, Cezanne, Renoir, Manet, Pisarro, y Degas. El zeitgeist es lo que el joven Bob Dylan supo aprovechar cuando llegó a Greenwich Village en 1962. Es lo que inspiró al joven John Lennon a tocar con su vecino, Paul, en Liverpool el mismo año.

Y hubo un zeitgeist en Valparaíso entre 1998-2003. Era una ventana histórica que se abrió. Y pasaron cosas increíbles. Valparaíso patrimonio de la humanidad. Valparaíso Capital Cultural. Era un tiempo místico. Se soñaba en grande.

No quiero ahondar en los factores que cerraron esta ventana. Sería otra columna. Lo importante es que, con el Foro de las Culturas, hay una linda oportunidad de abrirla de nuevo.

Para que pase esto, hay que replantear el Foro. No puede tratarse, exclusivamente, de un evento cultural que “se produce”. No basta con teatro, música, poesía, y arte. Hay que invitar a grandes pensadores. Arquitectos, urbanistas, filósofos. Hay que generar condiciones para que gente brillante venga a Valparaíso a trabajar, soñar, inspirarse, y dialogar. Y no solo hay que traerlos al Paseo Yugoslavo o Gervasoni. Hay que invitarles a lugares diversos, como el parque del pasaje frente al colegio San Tadeo.

El foro no se trata de mostrarse. Se trata de reflexionar, meditar, y salir de nuestra zona de comodidad. Se trata de capturar un relámpago en una botella. Se trata de seducir el zeitgeist de nuevo.

domingo, 11 de julio de 2010

Si Valparaíso dejara de existir

Primero, una joya. El poema, “Hombre haciendo dedo”, de Galway Kinnell (1927-):


Después de un silencio, el conductor, un vendedor
de la Compañía de Seguros Travellers en camino
a Topeka, me preguntó, “¿Qué fue eso?”
Yo, vestido en mi uniforme naval, útil
para hacer dedo aunque la guerra ya había terminado,
dije, “Parece que atropellaste a un hombre.”
De hecho lo sabía. Su cara redonda se abrió
con sorpresa mientras rebotaba contra
el parachoques. Me miró desde la oscuridad.
“¿Por qué no dijiste algo?”. El vendedor dio un frenazo.
“Pensé que lo habías visto”, le dije.
No sé por qué, pero sé me ocurrió
que habría sido capaz de acompañar a este hombre
todo el camino hasta Topeka
sin haberlo mencionado.
Abrió su puerta y miró para atrás.
Yo hice lo mismo. Atrás, tirado sobre una berma,
bajo el brillo de un viejo farol, lucía un cuerpo.
Otro hombre lo revisaba. Por un instante,
era yo, en otra época, doblado sobre
el cuerpo de mi padre. El hombre se paró
y gritó: “Olvídenlo. A este le atropellan
a cada rato”. Era un borracho.
Qué alivio. Todo el resto del camino,
hasta el amanecer sobre Kansas,
nadie dijo siquiera una palabra, hasta que
el vendedor me dejó en mi puerta.
“Gracias”, le dije.
“De nada”.

Una obra maestra. Tiene oficio, drama, humor, sorpresa, riesgo, y vulnerabilidad. Hace tiempo que no lo leía. Pero el jueves lo necesitaba. Miraba el Cementerio No. 1 desde mi oficina., pensando en los grandes personajes enterrados allí. Detrás, el torreón de la Iglesia Luterana con su crucifijo de bronce, que, justo en este momento, portaba un pájaro de plumaje desconocido. A su izquierda, el rascacielos más imponente del casco histórico: la araucaria del Instituto de Música de la PUCV. Sobre mi escritorio, un reportaje: las revelaciones del caso fraude al fisco.

El poema se trata, entre otras cosas, de silencios cómplices. Como los seres humanos reaccionamos cuando nadie nos está mirando. No emite juicios. En el caso GORE, dejemos esto a la auditoría y los tribunales. Sin embargo, me pregunto si hombres educados se levantan, de un día para otro, y deciden, “Voy a ser un delincuente”. Intuyo que el proceso sea más sutil, el resultado de un largo proceso de ambiciones frustradas y sueños pisoteados.

Y no es el único caso. Desde los años ’90, hemos visto como la Municipalidad de Valparaíso se convertía en una caja de favores. “¿Tu hijo necesita un trabajo? Haré lo que pueda. Gracias por tu voto”. Como herencia a estos años de silencios cómplices, nuestro alcalde actual recibió un municipio que emplea 1200 personas.

No basta con indignarse con estos hechos. Todos hemos tomado atajos cuando nadie nos mira. Si queremos que Valparaíso se levante, si queremos dejar de ser la capital de la sinvergüencería, si queremos estar a la altura de los grandes personajes del cementerio, hay que partir por dentro.

domingo, 20 de junio de 2010

Ciudad de sufrimiento

Tras varios años escondiendo lo obvio, me siento obligado a confesar mi secreto mejor guardado.

Soy fanático del golf. A través de este deporte voy aprendiendo mejor como manejar mis emociones. Junto con dicha revelación, debo mencionar mi agradecimiento para aquellos socios asiduos del Club de Campo Granadilla, quienes, habiendo sido testigos, en incontables ocasiones, del deplorable escándalo del “gringo” tirando sus palos y gritando al cielo, han conspirado entre si para mantener tales pataletas en secreto. Saben que aun perdura, en ciertos círculos, una imagen positiva de quien escribe como hombre serio, sabio, tranquilo, y contemplativo.

“No sufras tanto, Todd”, me han dicho una y otra vez. “Es solo un juego”. Pero no puedo dejar de sufrir. Es que ellos son Viñamarinos. Yo soy porteño.

El sufrimiento es parte integral de la experiencia porteña. Y no me refiero, exclusivamente, a los más de 450 años de terremotos, temporales, incendios, aluviones, socavones, bombardeos, plagas y explosiones que nos han asediado. Me refiero a las décadas de abandono y el fatalismo que este ha engendrado. Me refiero a la ilusión que, de repente, sentimos y que nos quitan a cada rato. Me refiero a los proyectos que presidente tras presidente anuncia sin que aparezca ninguno. Me refiero a los 30 años que hay que aguantar, en promedio, entre títulos del Wanderito.

Sufrimiento es lo que muchos sintieron tras el cierre del Café Vienes, el Riquet, el Emporio Echaurren. Es el frío que trae el viento norte. Es la lluvia que nos envuelve mientras el agua corre cerro abajo. Es el vacio que nos provoca descubrir que la casa donde pololearon nuestros abuelos haya sido demolida para construir un edificio. Es la sombra reflejada en la cara del bombero desfilando debajo de su antorcha.

Todo esto está en nuestro ADN. Nos da carácter. Identidad. Me gusta que sea así. No lo cambio por nada.

Mientras la mayoría de las ciudades modernas optan por el modelo yanqui del “ocio y el esparcimiento”, Valparaíso sigue siendo el auténtico pueblo idóneo para trabajar, contemplar, amar, y llorar. El carácter del porteño tiene su origen en el esfuerzo: nuestra permanente guerra contra la gravedad, y el espíritu de solidaridad que esto nos inspira.

Viña del Mar, por su parte, es una típica ciudad “gringa” dedicada al tiempo libre. Su maravillosa cancha de golf, (una de las 10 mejores de Sudamérica, por si acaso), es un verdadero paraíso. La seguiré visitando. Y les pido disculpas a mis amigos golfistas si, de repente, contamino su silencio con mis agónicos gritos que perturban los pinos y espantan a las loicas mientras cantan su opera prima al aire. Grito. Celebro. Reclamo. Sufro. Gozo. Soy porteño. Soy así.