Moriré en Valparaíso

Moriré en Valparaíso
Mi nuevo libro con prólogo de Roberto Ampuero

lunes, 26 de abril de 2010

No todos los días se recibe un regalo como este

En 1869, Federico Santa María asistió a un remate junto con su socio, Jorge Ross. Tenía 24 años. ¿El objeto del remate? Un predio de 894 hectáreas ubicado hacia el norte del faro Punta Ángeles. Se trataba de un hermoso bosque de peumos, eucaliptus y matorrales; bordeado por inmensos acantilados; poblado por lagartos y conejos; sobrevolado por peucos. Los jóvenes se lo adjudicaron.

En los años siguientes, el empresario agregaría otros paños aledaños, sumando 1.400 hectáreas desde la Quebrada "Los Lúcumos" hasta la playa de Laguna Verde.

Después, F.S.M. se instalaría en París. Su olfato empresarial lo convertiría en uno de los empresarios azucareros más importantes del mundo. Pero, tras la irrupción de la primera guerra mundial, este gran porteño se retiró de los negocios.

En 1915, cinco años antes de redactar el testamento que daría vida a la UTFSM, Federico Santa María redactó otro testamento. En él, acordó donar la totalidad de sus 1.400 hectáreas, bajo el nombre Fundo Quebrada Verde, a la "Junta de Beneficencia de la Ciudad de Valparaíso". ¿El propósito? Crear un gran parque para la Joya del Pacífico. Según el testamento: "Que este parque se convierta en un verdadero bosque, a semejanza de las grandes ciudades de Europa."

Durante décadas, más de la mitad del predio se perdió por urbanizaciones formales e informales. ¿Lo que quedaba? Era un cacho. Su administración fue traspasada, una y otra vez, desde distintos estamentos municipales y estatales, recayendo, finalmente, en Fonasa.

A estas alturas, casi nadie sabía el origen del fundo. Muchos menos recordaban el deseo del benefactor.

Pero hace dos años llegó una noticia que pasó completamente desapercibida. Fonasa daría cumplimiento, por fin, al deseo de Federico Santa María. 93 años después de su testamento, se crearía en el Fundo Quebrada Verde, un gran parque para Valparaíso.

Hace unos días, mis hijos y yo fuimos a explorarlo. Es maravilloso. Sé que en Chile no se acostumbra a pensar en el largo plazo. Así, muchos llegarán al nuevo parque y lo "pelarán". Criticarán que quedan muchas zonas baldías. Dirán que el proyecto para crear tres lagunas no ha sido bien logrado.

¿Pero cuántos años se demoraron en madurar el Central Park de Manhattan, el Royal Botanical Garden de Sydney o el Boston Common? Aproximadamente medio siglo cada uno. Así, hay que visitar nuestro nuevo parque con otra actitud. Hay que gozar su exuberante naturaleza, por cierto. Pero más importante, hay que soñar el regalo que podemos sembrar allí para futuras generaciones.

En primer lugar, los porteños debemos asumir la propiedad del predio. Hasta ahora no lo hemos hecho. Hay que aprender su historia. Hay que descubrir su flora y fauna. Es más, los colegios municipales deben participar. Que hagan visitas guiadas, que adopten espacios, que siembren jardines, que ayuden a hacer senderos. Que nuestros empresarios donen plantas y árboles maduros.

No todos los días se recibe un regalo como este.

domingo, 18 de abril de 2010

El más rico del cementerio

Según Lao Tsé: “Quien habla no sabe. Quien sabe no habla”.

Hoy día, al reflexionar sobre lo anterior, pienso en mi “Tío Steve”, el papá del mejor amigo de mi niñez en Milwaukee.

Se trata de una de las familias más poderosas de nuestro estado. El teatro municipal de Milwaukee fue construido gracias a una donación de mi “Tío Steve”. El mismo donó un anfiteatro al aire libre para 40 mil personas al costado de Lago Michigan. Hace 15 años, cuando el Museo de Bellas Artes de Milwaukee necesitaba expandirse, mi tío juntó un grupo de sus pares empresarios y les habló: “Todos tenemos más de lo que necesitamos para ser felices. Tenemos garantizado la seguridad de nuestros hijos y nietos. No ganamos nada con ser el más rico del cementerio. Es el momento de devolverle la mano a nuestra comunidad”.

Se demoró 8 años en terminar la obra. Pero el nuevo edificio, “el pájaro de cristal” diseñado por Santiago Calatrava, se ha convertido en uno de los íconos arquitectónicos más importantes de EE.UU.

Mi tío Steve me marcó no solo por su generosidad, sino por su manera de ser. Entendió perfectamente bien el peso que llevaba su apellido en Milwaukee. Pero no quería que sus hijos fueron ni “creídos” ni arrogantes. El “tío” es austero, sencillo, agradecido, alegre.

Volvemos a Lao Tsé. Volvemos a Chile.

En 1960, el joven Ricardo Lagos Escobar se tituló de la Universidad de Chile gracias a su proyecto de título: “La Concentración del Poder Económico”. La obra concluyó lo siguiente: En la historia económica de Chile (1810-1960), los apellidos de las familias ricas suelen repetirse.

50 años después, vale la pena revisitar tal hipótesis, pues, en los últimos años, el mundo empresarial chileno ha experimentado una renovación espectacular. Hoy en día, más de la mitad—casi dos tercios—de las familias más ricas de Chile tienen menos de 3 generaciones.

En Chile, los ricos de hoy no son los ricos de antaño.

¿Qué importancia tiene esto? Mucha. Pues, los estudios indican que las fortunas nuevas tienen un perfil sicológico distinto de él de las fortunas viejas. Son más agradecidos. Menos prepotentes. Más filantrópicos. Más comprometidos. Basta pensar en Warren Buffet o Bill Gates. No es una casualidad que nuestro flamante presidente sea poseedor de una fortuna de primera generación.

La historia de Valparaíso confirma tal hipótesis. Según el estudio “La historia filantrópica de Chile”, publicado por la Fundación Pro Humana en 1999, 8 de las 10 donaciones más importantes de la historia de Chile ocurrieron en Valparaíso. ¿Los donantes? Las familias Ross, Edwards, Brown, Santa María, y Van Buren. Todos inmigrantes. Todos construyeron su fortuna en el momento de su máxima generosidad.

Así, ¿Nos encontramos, hoy día, ad portas a una nueva época dorada para la filantropía chilena?

Tal vez. Pero habrá que hablar menos y hacer más. La riqueza, “va por dentro” decía Lao Tsé, hombre recordado con una placa humilde, austera, visitado por multitudes.

domingo, 4 de abril de 2010

Tertulia frente a los raviolis

Jueves en la tarde en un concurrido supermercado porteño. Inicio mi travesía en la sección de frutas y verduras. Selecciono unos kiwis que pretendo desayunar el próximo día cuando me despierte en la playa. De repente capto, de reojo, una silueta de un hombre conocido descifrando meticulosamente las virtudes de una escarola: Don Andrés Cáceres, director del departamento de literatura en la Facultad de Humanidades de la UPLA. “¿Qué tal Todd? ¿Todo bien? Es bueno saber que no soy el único hombre encargado de los labores domésticas” bromea.


Un par de pasillos más adelante, busco una salsa pesto para preparar mi vinagreta favorita. Allí, frente a los aceitunas verdes, me saluda un caballero con su señora e hijo con camiseta del Wanderers. “Extrañamos su columna el domingo pasado”, me dice. “Mi señora, no”, le digo. Más adelante, me vuelvo a topar con don Andrés. Le pregunto cuantas veces más nos volveremos a saludar antes de llegar al pasillo de los panes y quesos.

En el pasillo de las pastas, me saluda otra señora, diminuta, poderosa. “Me llamo Laura”, se presenta. “¿Le puedo robar un par de minutos? No creo que tenga otra oportunidad de hacerlo.”

“Aproveche”, le digo.

“En la calle Pedro Montt laboran unos costureros antiguos—estos mismos que casi no quedan en ninguna parte—y se encuentran trabajando con una precariedad impresionante. El edificio donde trabajan estaba a punto de caer ya antes del terremoto. Así, ahora, imagínate. En cualquier momento se quedarán absolutamente abandonados a su suerte”.

Se me ocurre que Laura asume que tengo alguna injerencia sobre estos asuntos. Contemplo si vale la pena o no romper su ilusión: en mi casa nadie me pesca, ni siquiera mi gato.

Justo en estos momentos, pasa por delante de nosotros la directora regional de Sernatur. Después de los besos “a la chilena” en las mejillas correspondientes, la autoridad sigue adelante empujando su carro mientras Laura continua su tertulia frente a los raviolis como si nada pasara.

“En la calle Edwards hay un destartalado edificio,” me dice, “En el tercer piso tiene unos ángeles de mármol preciosos. Están absolutamente botados. Nadie hace nada.”

“Mi punto señor Temkin es lo siguiente: Ud. siempre escribe sobre lo bonito. Lo hace muy bien. Tengo varias columnas suyas recortadas. Pero creo que hace falta que Ud. escriba sobre algo malo de Valparaíso.”

Le prometí que escribiría algo feo tan pronto me fuera posible. Y me despedí, topándome una vez más con Andrés al lado de los vinos.

De hecho, hay cosas atroces en el Pancho, pensé, mientras me escondí, esperando que nadie me viera, en el pasillo de las papas fritas. Estuve allí para buscar mi nuevo vicio—una marca de nachos mexicanos que vienen con sabor a ají y limón verde. Me pilló “in fraganti” la directora de Sernatur.

Jueves en la tarde en un concurrido supermercado porteño. Mármoles y costureros. Kiwis y escarolas. Conversaciones de pasillo. Vivencias transcendentales.