Moriré en Valparaíso

Moriré en Valparaíso
Mi nuevo libro con prólogo de Roberto Ampuero

sábado, 30 de agosto de 2008

Saturnino


Valparaíso es la única ciudad donde los perros cruzan por el paso de cebra, mientras las señoras cruzan por cualquier parte. En el Puerto, nada es lo que parece. Conducir una ciudad así hacia su despertar definitivo no es fácil. Requiere otro tipo de liderazgo. Otra sensibilidad.

Como poeta tuve la fortuna de haber sido formado por grandes maestros: Jon Engman, Michael Dennis Browne, Charles Simic. Jon me enseñó la humildad. Era un payaso, pero escribía como los dioses. “Tienes talento, Todd; pero te tomas demasiado en serio. Nadie soporta un poeta pedante”. Michael me inculcó pasión y asombro. Cuando nos recitaba un poema uno veía cómo sus ojos brillaban ante la enormidad del universo que se le abría por dentro. Daban ganas de sentir lo mismo.

De Charlie no hay mucho que decir. Es uno de los grandes de la actualidad, un genio de talla universal. Me tocó estar con él en el momento de su despegue definitivo. Impresionante ver su mente en acción: un niño dándole vueltas a las cosas. El arte era su salvación. ¿Su lema? Una verdadera obra de arte tenía que ser más grande, más inteligente, más sorprendente que la persona que la creó. Otra vez reaparece la humildad.

Un hilo los conecta a los tres. Se llama “el poema debajo del poema”. ¿La idea? Uno parte pensando que está escribiendo sobre algo, pero en realidad, escondido debajo de este algo hay otro algo mucho más grande que quiere escribirte a ti. Y debajo de éste puede que haya otro. Los seudo-poetas están demasiado contentos con su primer borrador. Se quedan allí. Nunca alcanzan a excavar profundo. No toman riesgos. La historia no los recordará.


¿Qué tiene que ver esto con Valparaíso?

Todo, pues, Valparaíso es la cebolla de las mil capas. Es el gran poema escondido. Quien reclama que conoce la ciudad te está mintiendo. Es otro seudo-poeta que el mundo no recordará. Los porteños me dicen: “Ojalá que supiera tanto como tú”. Pero lo que yo sé no es ni el 1% de lo que hay. Voy de un despertar a otro, pero la ciudad nunca llega a su fin.

El otro día me vino a ver un periodista del Canal 13. Se había quedado muy impresionando con una columna que escribí semanas atrás. Me dijo: “Quiero que me muestres el atardecer sobre la iglesia Luterana. Quiero que me muestres el Pasaje Edén. Quiero conocer el famoso ganso”.
Partimos a buscar el ganso. Lo descubrimos donde siempre, sorprendido, contento por tanta atención. De repente aparece don Mario, un pescador de la caleta Portales. Vive al frente. Dice tener 70 años pero demuestra 40. Sus ojos brillan como los de Michael Dennis Browne. Nos cuenta todo su historia, y lo del ganso.

“Se llama Saturnino”, nos dice. “Llegó hace 12 años y se quedó como un vecino más. Pero no es ganso; es un pato. La gente dice ganso porque es grande. Es un pato grande”.

Así, escondido debajo del ganso había un pato. Y escondido debajo del pato estaba don Mario. Y escondido detrás de don Mario, otro Valparaíso. Y debajo de ése, mil Valparaísos más.

sábado, 23 de agosto de 2008

La cola del pillo

Abundan escritos sobre nuestros emporios, ascensores, tranvías, iglesias y cementerios. Ahora algo diferente. Una guía para gozar nuestros “tacos patrimoniales”.

“El Remolino”

Se produce cuando 3 ó 4 calles desembocan en el mismo lugar. ¿El clásico? La Plazuela Ecuador a las 6 de la tarde. Extraordinario. Para producir un remolino perfecto se requieren distintos ingredientes. La Plazuela Ecuador los tiene todos. Están las 2 micros de la línea verde ocupando la mitad de la plazuela, mientras las 2 micros de la línea roja bloquean la vista desde la bajada Yerbas Buenas. Estos últimos obligan a los pobres que bajan por Yerbas Buenas a tirarse a ciegas. Al asomarse 10 metros dentro de la plazuela se dan cuenta de que hay una camioneta blanca bajando encima desde General Mackenna. La maniobra lógica es esquivar a la derecha, seguida por otra maniobra hacia la izquierda. Pero justo aparecen dos colectivos saliendo desde la pista de retorno. Entremedio, un bache de 2 metros de ancho por 10 centímetros de profundidad. Por un segundo, nuestro héroe piensa en retroceder; pero detrás hay 4 autos más. Tampoco puede doblar a la derecha, pues hay un taxi obligado a hacer la “vuelta del tonto”. Sonríe. Tienes 7 autos envueltos en forma de caracol. Es un perfecto remolino.

“El Tontín”

Se produce en bajadas pendientes con curvas ciegas. El culpable es casi siempre un afuerino, pues éste desconoce el protocolo local de asomarse antes de tirarse. El tontín clásico es el gringo ansioso por llegar a La Sebastiana “tirándose pa’ arriba” al inicio de la calle Ferrari, sin saber que tiene una pendiente de casi 40 grados y justo tras la primera curva ésta se angosta espectacularmente. Allí se encuentra nuestro campeón, muerto de pánico en la mitad de la subida, mientras 5 autos vienen bajando encima.

Para que un taco “tontín” alcance su máximo esplendor, el pánico del gringo debe alcanzar tal nivel, que opta por poner el auto en marcha atrás. Hasta ese momento los 10 autos que se asomaban abajo habían estado tranquilos, muertos de la risa. Ahora están metidos en un show. ¿Otro protagonista? El olor a goma quemada.

“El Pillo”

Este no es culpa ni de los gringos ni de los santiaguinos. Es más porteño que un salame de la “Sethmacher”. Se produce cuando el 80% de los porteños asumen cierta flexibilidad en las leyes de tránsito, mientras los restantes no quieren que éstos salgan con la suya. Un pillo clásico se produce en el semáforo de Salvador Donoso con Bellavista. Mientras el 80% no ve ningún problema con doblar a la izquierda desde la pista derecha, el 20% cree que es su responsabilidad moral no dejarlos pasar. El resultado lógico es la ignominiosa “cola de 3 autos”, también conocida como la “cola del pillo” que bloquea todo libre tránsito desde Bellavista hacía el centro. ¿Lo mejor de todo? He visto más de alguna autoridad atrapada in fraganti en la “cola del pillo”.

Y me preguntas por qué amo a esta ciudad.

sábado, 16 de agosto de 2008

Flores, Todd. Flores

En 2000 recibí una llamada del embajador de Indonesia. “Señor Temkin”, mañana llega un enviado presidencial desde Yakarta. Representará a nuestro país en la ceremonia de ascensión al mando del Presidente Lagos. Es una persona muy importante. Le gustaría hacer una visita a Valparaíso. Nos encantaría que Ud. lo acompañara.”

Se llamaba Dr. Dorodjatun Kuntjoro-Jakti. Tenía tres doctorados: dos tradicionales y uno honoris causa. Tenía un MBA. Había sido encarcelado 27 meses, sin juicio, entre el ’74 y el ’76 por oponerse al régimen de Suharto. Al recuperar su libertad se desenvolvió en varios cargos en el sector privado, incluyendo 4 años como gerente general de la cadena de hoteles más importante del país. Su desempeño era tal que el dictador decidió que lo necesitaba. Llegó a ser director nacional de Turismo, después ministro del mismo, y finalmente ministro de Hacienda. Durante este período Indonesia se transformaría en una potencia mundial en dicha materia, con varios sitios nombrados Patrimonio de la Humanidad. Poco antes de llegar a Santiago, el Dr. Kuntjoro-Jakti había sido designado embajador de Indonesia en Washington, cargo revalidado tras la recuperación democrática un año más tarde.

Interesante.

Caminamos todos mis pasajes regalones. Visitamos ascensores, cementerios, palacios e iglesias. Era atento. Observador. Culto. Intelectualmente muy curioso. Terminamos almorzando en el balcón de “La Colombina”. Después del bajativo empezamos a bajar el Pasaje Apolo. De repente, se detiene frente a una hermosa flor de la pluma que había tomado por completo el cableado eléctrico. Me dijo: “Todd, me encantó la ciudad. Es muy impresionante. Es diferente. Creo que tiene gran futuro como sitio patrimonial. Sólo te tengo un consejo:

“Flores, Todd. Flores.

“La recuperación patrimonial va a tomar un curso natural, pero no es rápido. Se va a demorar años. Hay que dictar leyes y marcos regulatorios. Hay que crear incentivos para que el sector privado se instale y de a poco la ciudad se transformará. Las casas se van a pintar. Llegarán hoteles y restaurantes. Pero todo esto va a tomar su tiempo.

“Pero mientras se tramita todo eso hay que plantar flores. Muchas flores. Flores en los pasajes. Flores en las escaleras. Flores en los antejardines. Flores en los balcones. Flores alrededor de las iglesias. Flores en los cementerios.

“Mira como esta enredadera transforma el cableado eléctrico. Imagínate. Eliminar todo estos cables en toda la ciudad te va a costar muchos millones de dólares. Pero cubrirlos con jazmines, buganvilias y otras flores autóctonas no te cuesta nada.

“Miro a las quebradas y veo flores creciendo naturalmente por todas partes. Es un activo que tiene la ciudad. Pero no basta. Hay que ser proactivo. En Bali hicimos esto y se transformó la ciudad. Hasta llegaron especies de colibríes que pensábamos extintos. Imagina esta ciudad con su anfiteatro, sus casas, su laberinto. Todo cubierto por flores.

"Flores, Todd. Flores”.

sábado, 9 de agosto de 2008

Antes de morir quiero...

Jugar palitroque debajo del Teatro Deutsche Haus en el cerro Concepción. Desfilar con los bomberos. Cosechar tunas en la ladera del cerro Panteón. Caminar por debajo del ascensor Lecheros. Mirar las estrellas desde la torre de una casa con sombrero de bruja. Confiscar y erradicar todas las postales que se venden con la imagen de cerro San Juan de Dios y el título “Casas del cerro Alegre”. Regalarle una manzana verde al alumno de arquitectura que está croqueando mi casa. Caminar un cerro —cualquiera— con el Loro Coirón. Volver a mirar un partido de ajedrez en la Estación Puerto. Escuchar Sonata Trío en G mayor, de Henry Purcell, interpretado con el órgano de la iglesia de St. Paul, sin que me arreglen la tecla rota. Regalarle a alguien un pedazo de ónix para el penúltimo peldaño de la escalera del Palacio Rivera. Caminar sin miedo el barrio más lindo de Valparaíso —cerro Santo Domingo (¿tenías que preguntar?)— descansando un buen rato debajo del balcón de la Posada O’Higgins en el Pasaje Juvenal. Ir a “La Mangiata” a pedirles al Nico y Giorgio que me preparen una pizza “Fundación Valparaíso” con extra ajo y berenjena. Mirar el atardecer sobre la iglesia Luterana desde las bancas del Cementerio Nº 1. Decirles a mis nietos: “Fui a la reinauguración del Palacio Baburrizza y quedó espectacular”. Pasar una tarde de sábado leyendo cuentos para niños en la Biblioteca Nórdica del cerro Alegre. Subir la escalera Santa Margarita durante un temporal de lluvia. Fantasear con volar el Edificio del Banco de la Solidaridad Estudiantil. Darle migas de la “Guria” al ganso que vive debajo del mural de Roser Bru en el Museo a Cielo Abierto. Dejar azaleas púrpuras sobre el monumento de los caídos del USS Essex. Jugar dominó en el Bar Inglés, atendido por doña Celia, por supuesto. Pillar de una vez por todas al chico que insiste en rayar, una y otra vez, el mural de Nemesio Antúnez, haciéndole escribir mil veces: “Prometo que dejaré de ser un pendejo”, ante el atónito mirar de centenares de personas en la Plaza Sotomayor. Colocar un letrero en la avenida España que diga: “Ojo, hace 573 días que al reloj de la torre de la iglesia de San Francisco le falta un pedazo”. 574, 575, 576... ¡Uffff! Cancelar todas mis citas un día, sin aviso previo, y sin pedirle disculpas a nadie, dejando sólo una nota, escrita a mano, que diga: “Fuimos con Pili a comprar “Empanadas Famosas”, y vamos a llevar a los niños a ver las ballenas en Quintay”. Colocarle un antifaz a la Dama Justicia. Pesar el gato del “Hamburgo”. Decirle a un amigo de Santiago: “Te tengo un hermoso regalo. Juntémonos en el pasaje Edén” —sin darle indicaciones sobre cómo llegar. Cuando llegue, cuatro horas más tarde, exasperado, indignado y sobre-transpirado por haberse equivocado de cerro en cinco ocasiones, reclamando: “¿Ya llegué; dónde está mi regalo?”, contestarle: “Tu regalo es haber descubierto este hermoso lugar”.

sábado, 2 de agosto de 2008

La vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad

Partimos nuestra columna sobre Valparaíso hablando de la Universidad de Middlebury.

Imaginen un pueblo universitario fundado en 1800 entre los faldeos de la Cordillera Verde de Vermont. Ambientada con una arquitectura inglesa ad hoc, matizada por enredaderas verdes.

Agreguen cafés, delicatesen, teatros y galerías de arte. Una ferretería familiar de cinco generaciones al lado de una sala de meditación zen. Una calle principal rodeada por olmos, maples y robles. Bucólicos pueblerinos acostumbrados a convivir con filósofos, artistas y académicos de categoría mundial. Un alumnado que abarca todos los continentes y colores.
Imaginen que cada verano este pueblo recibe la conferencia de escritores más importante del mundo. ¿Esa señora comprando tomates? Toni Morrison. ¿Los caballeros con las manzanas verdes? Phillip Roth y Mario Vargas Llosa.

Bienvenido a Middlebury.

Ahora viene lo asombroso. Los alumnos de este idílico lugar están soñando con Valparaíso.

Y mucho, sí. Me tocó el jueves acompañar, por tercera vez, a un grupo de 23 de estos jóvenes por los recovecos de los pasajes Gálvez, Apolo, Fischer y Pastor Schmidt. Conversamos sobre William Wheelwright y la Pacific Steam Navigation Company. Sobre la burra lechera. Sobre las peripecias de Harrison y Schiavon y su viaje desde Trieste a Valparaíso. Sobre las anécdotas detrás de la construcción de la iglesia de St. Paul y sus 14 asientos. Sobre David Trumbull, el USS Essex y el Cementerio de Disidentes. Sobre el papel que jugó Valparaíso en promover la libertad de culto.

Estaban maravillados. Nadie reclamó ni el aseo ni el evidente abandono de ciertos lugares ni los desperdicios caninos.

Lo anterior me confirmó, por enésima vez, que el principal problema de Valparaíso no es ni el desaseo ni los perros callejeros ni el estado del Palacio Baburrizza ni el proyecto Niemeyer ni Puerto Barón ni las patentes de alcoholes.

Es la infelicidad. Este es el gran personaje escondido. No tiene color político ni pertenece a una banda u otra. Es ubicuo. Aparece y reaparece, desde las sesiones del Concejo Municipal “con huevos” hasta nuestros soliloquios más íntimos y bizantinos.

Promover a Valparaíso debe ser fácil. Quedan pocas ciudades en el mundo tan auténticas, tan interesantes. Tan capaces de inspirar la inflexión. Sólo en Valparaíso podemos sentir un contacto tan profundo con la cotidianidad que lo humano —inducido por nuestro potente cóctel de mar, laberintos, rincones, y neblinas— transciende en una experiencia con lo divino.

Para promover a Valparaíso basta con irradiar el regalo que sentimos cada día viviendo en ella.

Basta con eso. ¿Y si no te sientes capaz? Te apoyamos. Escápate a unas termas con una buena antología de Ranier Maria Rilke: “Aquí no hay ningún lugar que no te mire. Hay que cambiar tu vida.” Pero dejemos a Valparaíso fuera.

Es que Thomas Jefferson tenía razón. No se puede legislar sobre la felicidad. Pero mucho más difícil es legislar bien sin ella.