Moriré en Valparaíso

Moriré en Valparaíso
Mi nuevo libro con prólogo de Roberto Ampuero

domingo, 31 de enero de 2010

Dulce herida

En su introducción a la antología “Los Mejores Poemas Norteamericanos de 2009” el poeta David Lehman reflexiona sobre el guerrero Filoctetes. Su potencia superaba a Odiseo. Como poseía el arco de Hercúleo, era invencible. Así, los griegos lo enlistaron para el combate contra Troya. Pero un día una serpiente lo mordió y la herida se le infectó. Sus compañeros no soportaban el olor. Abandonaron a Filoctetes en la isla de Lemnos. 10 años después, un oráculo reveló que la guerra “no se puede ganar” sin las flechas de Filoctetes. Mandan un despacho a la isla, pero al héroe ya no le interesa.


Lehman cita el hermoso poema “Carta a una herida” de W.H. Auden: “Estás tan tranquilo estos días que me pongo nervioso. Quito tu vendaje. Estoy a salvo. Estás aún allí”. Tras 10 años de soledad, la herida de Filoctetes se había convertido en su único amigo.

Hace días, el Presidente electo se reunió con 200 personas en el Museo Lord Cochrane. Tomé un asiento atrás. Se acercó el jefe de Protocolo de la Municipalidad y me invitó a hacer una pregunta. ¿Sobre cualquier cosa? Le pregunto. “Lo que tú quieras”, contestó.

Me reubicaron en la primera fila. Empecé a ordenar mis pensamientos. ¿Qué decir? Tras un breve discurso del Presidente electo, se inician las preguntas. ¿La primera? Nuestro alcalde. Hace la que yo tenía preparada: la anhelada Ley Valparaíso. Fantástico; pero ahora, ¿qué pregunto yo? Las siguientes indagaciones vendrían por parte de los alcaldes de Quilpue y San Antonio. Después, hubo dos preguntas de representantes de la salud y de la educación.

Finalmente me invitan a tomar el micrófono. Aún no me sentía preparado; así, partí con un chiste. Todos se rieron. Inspirado, me lancé al vacío. Divagué un minuto sobre otras ciudades que comparten la categoría patrimonial de Valparaíso: Praga, Budapest, Estambul, San Petersburgo. Tiré algunas cifras sobre el porcentaje de la población peruana que vive en Cusco, relativo a su aporte a la economía nacional y a la imagen país. Recordé la inversión que requieren nuestros ascensores, comparado con lo poco que rentan. Reflexioné acerca de cómo Quito, capital de un país mucho más pobre que Chile, recibe un subsidio de unos 50 millones de dólares al año exclusivamente para el uso turístico y patrimonial. “Otros países entienden que ciudades de nuestra categoría compiten en las grandes ligas, y que para competir en estas ligas no se puede cargar el peso de tal inversión al municipio. Chile, al parecer, no ha entendido esto”.

Estaba desdoblado. Las 200 personas aplaudieron. El Presidente electo se vio un poco sorprendido. Se comprometió a estudiar el tema.

¿Y qué ocurrió con Filoctetes? Al fin, accedió a las súplicas. Volvió a la guerra y le dio muerte a Paris en el combate definitivo. Era su destino.
¿Y el destino de Valparaíso? Quién sabe. Solo sé que, igual a Filoctetes, algunos porteños han disfrutado de la compañía de sus heridas por demasiado tiempo.

domingo, 17 de enero de 2010

Un nuevo norte

El lunes en la tarde, el ex - Presidente Ricardo Lagos pareciera a punto de terminar su coloquio titulado “Valparaíso, ciudad entre dos siglos” en el Instituto de Sistemas Complejos de Valparaíso. Su discurso, hasta este momento, no me había deslumbrado. Durante media hora, Lagos repasó la apertura del Canal de Panamá, el impacto de la transformación del negocio marítimo a partir de los contenedores, el potencial del Puerto tras la declaración UNESCO. Ninguna novedad.


Pero el ex – Presidente tenía guardado un as bajo la manga. A las 14:25, recordó la visita de Stanford Ovshinsky a Chile. Ovshinsky, científico estadounidense, inventó la tecnología de los autos híbridos, una eminencia mundial del campo de las energías renovables. En su visita, visitó numerosas ciudades de Chile; entregó su opinión sobre la potencial solar del Atacama; y se reunió con sus pares nacionales. Al terminar su estadía, se reunió con Lagos.

“Sr. Ovshinsky”, Lagos le preguntó: “¿Ud. cree que podemos trabajar juntos con Chile?”.

“Si. Pero habría que partir con Valparaíso”, contestó el investigador.

“¿Por qué Valparaíso?” preguntó Lagos.

“Porque es una ciudad especial. Porque tiene una historia y un carácter patrimonial única. Y porque más de la mitad de los techos de la ciudad enfrentan al Norte. Valparaíso tiene una potencial espectacular para la energía solar. Por todo esto, Chile debe transformar a Valparaíso en la gran ciudad verde del hemisferio sur.”

Tras el discurso, fui a almorzar en el Bar Inglés. ¿Mi imaginación? Absolutamente prendida. Recordé numerosos talleres que había asistido cuando fui invitado a la conferencia de “Ciudades Sustentables” en Brisbane, Australia. Allí, la mayoría de los arquitectos estaban enfocados en tecnologías verdes, reciclaje de residuos, captación de aguas lluvias, muros verdes. Para estos innovadores, los techos no solamente servían para cubrir la casa. Servían para paneles solares, pero también para jardines y hortalizas orgánicas.

El próximo día fui a Santiago. El embajador de EE.UU. me había invitado a la recepción que organizaba para Arturo Valenzuela, chileno de nacimiento, y Subsecretario de Asuntos Hemisféricos del Presidente Obama. Allí, el embajador me presentó al subsecretario alabando mi trabajo en el Puerto. “¿Valparaíso?”, me dijo Arturo, sus ojos abiertos, “Valparaíso tiene el deber moral de transformarse en la primera ciudad verde de Chile.”

¿Sincronismo? No sé. Pero sentí escalofríos.

Así, hace 5 días, me mente no para. Revisito proyectos que me obsesionan hace años—el concurso de jardines, el “slow city”, una feria orgánica, la transformación del entorno del Mercado Cardinal en un barrio mayorista patrimonial y cultural (con estacionamiento y abasto subterráneo y con todos sus emporios restaurados)…

Valparaíso patrimonial. Valparaíso cultural. Valparaíso humano. Valparaíso universitario. Valparaíso turístico. Todo tendría nuevo sentido bajo el alero del proyecto Ciudad Verde.

¿Hoy? Chile elige a un Presidente. ¿Mañana? A trabajar señores.

domingo, 10 de enero de 2010

Sobre vates y demonios

¿Quieres ver sufrir a un poeta? Fácil. Pregúntale "¿sobre qué escribes?". De repente, desaparece el color de sus mejillas. Le empieza a doler la guata. Aparece el tic nervioso.

Quien comete tales crímenes contra nuestros vates no tiene idea de su pecado. Al contrario, se considera una persona educada, "polite". ¿Lo más probable? Nunca ha conocido un poeta de carne y hueso.

Tal vez recuerda haber visto una apolillada foto de William Butler Yeats mirando por la ventana de su casa de campo en las afueras de Dublín. La imagen demuestra al poeta hurgando la neblina por la palabra precisa, y, al encontrarla, mojando meticulosamente la punta de su pluma en un pozo de tinta. Dado tal contexto, "¿sobre qué escribes?" parecería una indagación lógica.

Pero para al poeta contemporáneo tal inocente interrogación le parece invasiva y espantosa. Se basa en un montón de supuestos incorrectos. ¿Lo más grave? Que los grandes poetas controlan sus escritos.

"Un poema es un niño", decía Michael Dennis Browne. "El poeta, igual como la mujer, tiene un huevo adentro. Pero el huevo no puede tomar vida si una fuerza externa no lo fertiliza. El poema, ya fertilizado, no le pertenece al poeta. Puede que éste le de forma; puede que lo guíe, pero no le pertenece."

Los grandes poetas ya no escriben sobre temáticas preconcebidas. Escriben imágenes. De tales imágenes nacen otras imágenes. ¿Y las imágenes? Se descubren con palabras.

"Las palabras hacen el amor como moscas en el sopor del verano", ha escrito Charles Simic,"el poeta es un mero espectador intrigado".

"Los pintores pintan colores, los poetas escriben palabras", ha dicho Donald Hall, otro grande. William Stafford comparó su proceso poético con "descubrir en la oscuridad un hilo dorado fino y delgado". Para Stafford, encontrar este hilo en la negrura del subconsciente constituía la primera tarea del poeta. ¿El segundo? Saber tirarla tan suavemente que avanzara hacía el, "sin que rompe y desaparece para siempre".

Me nacen estas reflexiones a partir de una interesante carta recibida. El lector, un tipo inteligente, rechaza "tanto el optimismo ciego (se entiende quien escribe) como el pesimismo a ultranza". Continúa: "Señor Temkin, su propia subjetividad, transida por la poesía del lugar, no es la medida para juzgar la realidad de Valparaíso".

Absolutamente de acuerdo. Sólo quisiera aclarar que no considero mí responsabilidad juzgar a Valparaíso. ¿Quién soy yo para juzgar a Valparaíso? Sólo escribo lo que me llega. Cada uno saca sus propias conclusiones.

Otra persona, al enterarse que un importante editorial publicará prontamente una colección de mis columnas en este Diario, me preguntó: "¿De qué se trata el libro?". "No tengo idea", le contesté. "No creo, de todos modos, que se trate sólo de Valparaíso". Solo sé que esta ciudad posee una extraña poder sobre mí. Encanta e hipnotiza. Asusta y espanta. En palabras del Gitano Rodríguez, "agarra como el hambre".

domingo, 3 de enero de 2010

Conversación en un ascensor

Esta semana recibí en el cerro San Juan de Dios un gran amigo de mi niñez, junto con su señora y tres hijos. Richard vive, hace 20 años, en San Francisco. El miércoles en la tarde, salimos a caminar por Pancho.

Faltaban 30 horas para la gran fiesta del bicentenario. El jolgorio ya se respiraba. Descendiendo por la escalera Placilla, desembocamos en una Subida Ecuador repleta de gente. Un joven le mostraba a su polola su nuevo peinado Mohawk. El hijo mayor de mi amigo se probó un batido en "La Campezana". Los demás compartimos damascos que se ofrecían "500 por kilo, 2 por 700" en la verdulería "La Esperanza".

La calle Pirámide, como es su costumbre, era un remolino de gente. Recuerdo haber visto numerosas cartas en este diario reclamando el caos de tal lugar. Pero el miércoles, por primera vez, solté a mis prejuicios. Lo vi a través de los ojos de mis amigos del otro Pancho, el Valparaíso del norte.

Wilma, la señora de Richard, me consultó por las longanizas colgando desde el cielo de la fiambrería "San Pancracio". Casi se tentó por una balanza de choritos que se pesaba en plena calle. Nos deslumbró un caballero fileteando una corvina.

Llegamos a la Plaza Lord Cochrane. En el Hamburgo, nos asomamos. Quisiera saludar a mis meseras regalonas, mostrarle a Richard la colección de campanas de barco, y darle un cariñito al gato. Estaba lleno. Es más, en tres mesas, me tope con gente conocida, una situación que se repetiría dos veces más mientras caminábamos los 100 metros del bulevar hasta la fuente Neptuno.

Bajo las palmeras de la plaza, mi hija buscaba peces que imaginaba escondidos bajo el tridente. Le mostré a Richard: "Puedes venir 10 veces a este plaza y verás siempre el mismo perro tomando siesta allí". Era una noche perfecta en Valparaíso. Lleno de estrellas. La gente contenta. Todos sus personajes presentes.

Subimos por la calle Cumming hasta el Pasaje Elías, depositando 8 monedas de 100 pesos sobre el mostrador del Ascensor Reina Victoria. El carro andaba lleno. Escuché a un par de señoras del cerro Concepción copuchando su desencanto por tanta gente dando vuelta. Al percatarse de la presencia de su humilde columnista, me saludaron tibiamente. "Ud. también tiene un grado de culpa por todo esto", me dice uno, "por promover tanto a Valparaíso en todo el mundo".

"Buenas tardes señoras", les dije. "Me encantaría conversar el tema con ustedes, pero temo que es demasiado complejo para abarcar en los 15 segundos que dura el ascensor".

Tras media hora disfrutando cuadros de artistas porteños como Ilabaca, Mena, y el Loro Coirón, nos instalamos en la Filou de Montpelier. Wilma probaba feliz cada plato en la mesa. Yo estaba silencioso. Tras haber visto miles de porteños y turistas gozando juntos, no pude dejar de sufrir por las dos señoras del ascensor. Richard, por su parte, mandaba un texto a otro amigo en USA, "Comiendo con Todd en Valparaíso. Esta ciudad es fantástica."