Esta semana partió el invierno en el Puerto. Sobrevivimos nuestro primer temporal, nuestras primeras noches de frío y nuestro primer socavón en la Avenida España. Nobleza obliga. Sobre este último, puedo decir que mi hijo y yo, camino a Viña, a las 7:30 a.m. el viernes, tuvimos un lindo paseo, juntos con otros mil autos y una similar cantidad de micros, pues, a Carabineros de Chile no se le ocurrió nada mejor que canalizar la totalidad del tránsito entre las dos ciudades más importantes de la Quinta Región, en hora peak, por la angosta bajada Placeres del mismo cerro.
Después de los primeros 10 minutos parados en la mitad de dicha avenida, el caballero de adelante, con su camioneta blanca desbordante de lechugas y acelgas, no aguantó más. Había descubierto —sin necesidad de un postgrado en física— que las tres micros delante de él, apiladas una al lado de la otra, en una pista con no más de 6 metros de ancho, jamás iban a pasar por el pequeño intersticio que es la curva de Placeres entre las calles Amalia Paz y Malfati. Así, nuestro héroe puso su camioneta en marcha atrás, generando mi asombro, el de mi hijo y el de los doscientos automovilistas que venían detrás.
Ya eran las 8:24. A mi hijo, de 7 años, se le ocurrió que habían pasado más minutos que metros avanzados. Le dije, “Falta sólo una hora para llegar a la panadería ‘Los Placeres’”. Es una cuadra más arriba. “Te pasaré 500 pesos para que bajes a comprarme un café y un par de panes batidos”. El Nico me contesta: “Papá, si tomas un café vas a tener que hacer pipí.” Mi hijo es muy inteligente. Por eso estaba muy desilusionado al descubrir que yo había estado bromeando, sin desmerecer que el pan de “Los Placeres”, cuando lo comes calentito durante la mañana en un frío día de invierno, es de lo mejor que hay en el Puerto.
Al llegar a la esquina de la pintoresca calle Juan Elkins, recordé una carta que recibí hace 6 meses de una señora Leticia, que reside allí. “Soy fiel lectora de su columna y me encanta todo lo que escribe sobre Valparaíso. ¿Por qué no escribe sobre el cerro Placeres?”.
Al pasar Juan Elkins llegamos por fin a la panadería. Ya se vislumbraba la Universidad Santa María asomándose en la distancia. Si hay un lugar más lindo en todo Chile, no lo conozco. Diez minutos más tarde, al llegar a la próxima esquina, la calle Valdés, recordé otra carta que recibí de un caballero que vivía en el sector, cerca del pasaje Vista Naves, recordándome la belleza de las antiguas construcciones tipo ligures que hay en el lugar, y preguntando si sabía que una vez hubo un ascensor allí.
Sí lo sabía. Minutos después llegamos al lugar donde fusilaron a Diego Portales. Cultura, arquitectura, historia. A las 9:10, Nico y yo regresamos, por fin, a la Avenida España. La señora Leticia tenía toda la razón. El caballero de las acelgas no sabe lo que se perdió. Este cerro es muy lindo.
sábado, 27 de junio de 2009
domingo, 21 de junio de 2009
Jardineando
Un jardín es una metáfora para muchas cosas. El pasar de las estaciones. Nuestra humildad frente a la naturaleza. El círculo de la vida.
No es casualidad que personajes transcendentales como Ghandi, Da Vinci, Copérnico, Newton, Whitman, King, Churchill, Mandela, etc., jardineaban en su tiempo libre.
Ahora podemos agregar otro nombre a esta lista: Barack Obama. El 20 de marzo se inauguró la primera “hortaliza orgánica” en la Casa Blanca.
El proyecto nació gracias a la pasión de Alice Waters, dueña del legendario “Chez Panisse” en Berkeley, California. Waters es una apasionada proponente de la alimentación sana. Tal filosofía parte con en el uso de frutas, verduras y carnes libres de pesticidas, hormonas y antibióticos. Pero Waters va más allá. Promueve romper la barrera entre quienes producen la comida y quienes la consumen. En su restaurante agrega valor a sus platos destacando los granjeros, panaderos, cafeteros y ganaderos que la proveen, todos amigos de ella.
Ha creado huertos en una docena de colegios. Allí enseña las virtudes de escoger y cocinar lo que uno come. “La manera en que hemos estado comiendo nos está enfermando”, dice. En tales colegios ha bajado sustancialmente la obesidad. Pero no es ideóloga; es bon vivant. Cuando un tomate es verdadero—sin pesticidas ni transgénicos—lo mira como Van Gogh miraba la noche estrellada. Cuando camina por las calles de Berkeley, sus vecinos la acechan: una señora le muestra una baguette de higo y nueces, un caballero le regala un choclo.
Otro admirador es Gavin Newsome, alcalde de San Francisco. Le propuso crear una “Feria de comida sana” frente al municipio. Asistieron 85 mil personas. A partir de ahí era un paso lógico la creación del huerto orgánico municipal, predecesor del de Obama.
Ya saben a dónde voy. Quiero un huerto municipal para Valparaíso, y lo veo instalado en la Plaza Cívica. Es más, propongo que cada domingo se realice una feria orgánica en el lugar. Pongamos al seremi de Agricultura, Hugo Yávar, a elaborar una lista de proveedores orgánicos regionales: frutas, verduras, quesos, aceites, vinos, mieles, etc. Que nos señalen a aquellos microempresarios que producen pollos, cerdos, ovinos, jabalíes, avestruces sin químicos ni hormonas.
El Director de Sercotec, Washington Cárdenas, puede encargar un plan de negocios para la feria. Debe ser una atracción turística por supuesto. Pero más importante aún es que sea un encuentro entre quien produce nuestra comida y quien la consume. Gracias a tal encuentro, aparecerían paulatinamente, opciones más saludables en nuestros almacenes, panaderías y restaurantes.
Sé que a poco andar la “Feria Orgánica de Valparaíso” se convertiría en un fenómeno nacional. Agregaría vida, color y humanidad a la ciudad patrimonial.
Según Alice Waters, “hay que aprender a cultivar un paisaje comestible. Es un símbolo poderoso que demuestra cómo custodiaremos la tierra, cómo alimentaremos a la nación”.
No es casualidad que personajes transcendentales como Ghandi, Da Vinci, Copérnico, Newton, Whitman, King, Churchill, Mandela, etc., jardineaban en su tiempo libre.
Ahora podemos agregar otro nombre a esta lista: Barack Obama. El 20 de marzo se inauguró la primera “hortaliza orgánica” en la Casa Blanca.
El proyecto nació gracias a la pasión de Alice Waters, dueña del legendario “Chez Panisse” en Berkeley, California. Waters es una apasionada proponente de la alimentación sana. Tal filosofía parte con en el uso de frutas, verduras y carnes libres de pesticidas, hormonas y antibióticos. Pero Waters va más allá. Promueve romper la barrera entre quienes producen la comida y quienes la consumen. En su restaurante agrega valor a sus platos destacando los granjeros, panaderos, cafeteros y ganaderos que la proveen, todos amigos de ella.
Ha creado huertos en una docena de colegios. Allí enseña las virtudes de escoger y cocinar lo que uno come. “La manera en que hemos estado comiendo nos está enfermando”, dice. En tales colegios ha bajado sustancialmente la obesidad. Pero no es ideóloga; es bon vivant. Cuando un tomate es verdadero—sin pesticidas ni transgénicos—lo mira como Van Gogh miraba la noche estrellada. Cuando camina por las calles de Berkeley, sus vecinos la acechan: una señora le muestra una baguette de higo y nueces, un caballero le regala un choclo.
Otro admirador es Gavin Newsome, alcalde de San Francisco. Le propuso crear una “Feria de comida sana” frente al municipio. Asistieron 85 mil personas. A partir de ahí era un paso lógico la creación del huerto orgánico municipal, predecesor del de Obama.
Ya saben a dónde voy. Quiero un huerto municipal para Valparaíso, y lo veo instalado en la Plaza Cívica. Es más, propongo que cada domingo se realice una feria orgánica en el lugar. Pongamos al seremi de Agricultura, Hugo Yávar, a elaborar una lista de proveedores orgánicos regionales: frutas, verduras, quesos, aceites, vinos, mieles, etc. Que nos señalen a aquellos microempresarios que producen pollos, cerdos, ovinos, jabalíes, avestruces sin químicos ni hormonas.
El Director de Sercotec, Washington Cárdenas, puede encargar un plan de negocios para la feria. Debe ser una atracción turística por supuesto. Pero más importante aún es que sea un encuentro entre quien produce nuestra comida y quien la consume. Gracias a tal encuentro, aparecerían paulatinamente, opciones más saludables en nuestros almacenes, panaderías y restaurantes.
Sé que a poco andar la “Feria Orgánica de Valparaíso” se convertiría en un fenómeno nacional. Agregaría vida, color y humanidad a la ciudad patrimonial.
Según Alice Waters, “hay que aprender a cultivar un paisaje comestible. Es un símbolo poderoso que demuestra cómo custodiaremos la tierra, cómo alimentaremos a la nación”.
sábado, 13 de junio de 2009
El sueño de los justos
Hace 7 años, Fundación Valparaíso y Eurochile se juntaron para crear el gran Sendero Bicentenario (SB) en Valparaíso.
En estos días, el departamento de turismo promovía 4 circuitos. El alcalde Pinto reconocía los defectos de tal sistema. Que faltaban recursos. Que no existía señalética. Que la folletería daba pena. Los turistas requerirían de un doctorado en cartografía para ubicarse. Es más, el sistema obligaba generar una marca distinta para cada ruta. ¿Lo peor de todo? Las rutas dejaron centenares de joyas fuera. Si personas de la Iglesia San Francisco o la Avenida Gran Bretaña reclamaban, la única respuesta era “hay que inventar otra ruta”. Caos total.
Así, cuando mostramos el boceto del SB al Alcalde Pinto, apareció una sonrisa de oreja a oreja. Se generaría una sola ruta que cubriría toda la ciudad, igual que Boston y San Francisco. Tendría más de 30 kilómetros de extensión. Partiría en Torpederas. Zigzaguearía por todos los cerros hasta llegar Cerro Esperanza, donde bajaría hasta la Caleta Portales para volver por el Paseo Wheelwright, el plan, y Avenida Altamirano. Se dividiría en 15 etapas que se podía caminar en 90 minutos cada uno. Habría una sola marca, una sola señalética, una sola folletería.
Antes, si alguien tenía un restaurant en Cerro Florida o un B & B en Cerro La Cruz, estaban abandonados a su suerte. Ahora, estarían en la misma ruta del Paseo Gervasoni o el Paseo 21 de Mayo. “Hostal la Payita, en Cerro Lecheros, a pasos del kilometro 17 del Sendero Bicentenario.”
El proyecto postuló el Fondo de Desarrollo e Innovación (FDI) de la CORFO. Ganó. Constituimos una mesa de trabajo con los directores de turismo y patrimonio, la dirección regional de Sernatur, y una docena de académicos y otras autoridades.
Se trazó una ruta que incluía todos los monumentos nacionales. Es más, introducíamos un sinnúmero de joyas totalmente desconocidas—pasajes, iglesias, cites, conventillos. Cuando se lanzó el texto oficial, en inglés y español, escrita por Manuel Peña y asesorado por el Premio Nacional Alfonso Calderón y quien escribe, el Intendente Guastavino dijo: “Este libro debe ser lectura obligatoria para todos los porteños.” Se llamó a concurso nacional para desarrollar la marca y la señalética.
Con las platas CORFO, se alcanzó a hacer todo esto. Se publicó el libro con 150 imágenes. Se creó un hermoso sitio web. Hasta se instaló señalética en 2 secciones. Se capacitó un centenar de pymes y guías. El Intendente Marcos Núñez se comprometió a financiar la señalética que faltaba. Luego, se recibió un respaldo similar de Luis Guastavino.
Todo bien hasta que cambió el alcalde. En 4 años, Don Aldo Cornejo no me recibió una sola vez. Fuentes dentro del municipio me explicaban: “El Alcalde quiere hacer borrón y cuenta nueva”. En su defensa, contrató buenos profesionales en turismo. Pero estos mismos, cuando les tocaba viajar a ferias internacionales, me pedían copias de la guía del SB. “Es la mejor que hay”, me decían.
En estos días, el departamento de turismo promovía 4 circuitos. El alcalde Pinto reconocía los defectos de tal sistema. Que faltaban recursos. Que no existía señalética. Que la folletería daba pena. Los turistas requerirían de un doctorado en cartografía para ubicarse. Es más, el sistema obligaba generar una marca distinta para cada ruta. ¿Lo peor de todo? Las rutas dejaron centenares de joyas fuera. Si personas de la Iglesia San Francisco o la Avenida Gran Bretaña reclamaban, la única respuesta era “hay que inventar otra ruta”. Caos total.
Así, cuando mostramos el boceto del SB al Alcalde Pinto, apareció una sonrisa de oreja a oreja. Se generaría una sola ruta que cubriría toda la ciudad, igual que Boston y San Francisco. Tendría más de 30 kilómetros de extensión. Partiría en Torpederas. Zigzaguearía por todos los cerros hasta llegar Cerro Esperanza, donde bajaría hasta la Caleta Portales para volver por el Paseo Wheelwright, el plan, y Avenida Altamirano. Se dividiría en 15 etapas que se podía caminar en 90 minutos cada uno. Habría una sola marca, una sola señalética, una sola folletería.
Antes, si alguien tenía un restaurant en Cerro Florida o un B & B en Cerro La Cruz, estaban abandonados a su suerte. Ahora, estarían en la misma ruta del Paseo Gervasoni o el Paseo 21 de Mayo. “Hostal la Payita, en Cerro Lecheros, a pasos del kilometro 17 del Sendero Bicentenario.”
El proyecto postuló el Fondo de Desarrollo e Innovación (FDI) de la CORFO. Ganó. Constituimos una mesa de trabajo con los directores de turismo y patrimonio, la dirección regional de Sernatur, y una docena de académicos y otras autoridades.
Se trazó una ruta que incluía todos los monumentos nacionales. Es más, introducíamos un sinnúmero de joyas totalmente desconocidas—pasajes, iglesias, cites, conventillos. Cuando se lanzó el texto oficial, en inglés y español, escrita por Manuel Peña y asesorado por el Premio Nacional Alfonso Calderón y quien escribe, el Intendente Guastavino dijo: “Este libro debe ser lectura obligatoria para todos los porteños.” Se llamó a concurso nacional para desarrollar la marca y la señalética.
Con las platas CORFO, se alcanzó a hacer todo esto. Se publicó el libro con 150 imágenes. Se creó un hermoso sitio web. Hasta se instaló señalética en 2 secciones. Se capacitó un centenar de pymes y guías. El Intendente Marcos Núñez se comprometió a financiar la señalética que faltaba. Luego, se recibió un respaldo similar de Luis Guastavino.
Todo bien hasta que cambió el alcalde. En 4 años, Don Aldo Cornejo no me recibió una sola vez. Fuentes dentro del municipio me explicaban: “El Alcalde quiere hacer borrón y cuenta nueva”. En su defensa, contrató buenos profesionales en turismo. Pero estos mismos, cuando les tocaba viajar a ferias internacionales, me pedían copias de la guía del SB. “Es la mejor que hay”, me decían.
lunes, 1 de junio de 2009
Monumentos a la soledad y la melancolia
Existe un centenar de edificios porteños que sufren una patología conocida. Nacieron bellos, pero el dueño falleció. ¿Los herederos? No están. O se pelearon. Paulatinamente, los inmuebles se fueron repartiendo en docenas de roles distintos.
Un vecino coloca una calamina de onda chica, otro una plancha de zinc cuadrado. Don Pepe instala ventanas de 2x3 con marco de fierro; la señora Gloria, quien tiene un sobrino regalón en la marina mercante, se inspira a colocar ventanas redondas tipo barco. De la misma manera van alterándose puertas, rejas y balcones. 30 años después, se requiere de un experto en arqueología urbana para detectar que, allí, escondido debajo de tal mosaico de calaminas torcidas, había una vez un inmueble noble y hermoso.
Cuelgan de los cerros. Enmarcan las quebradas. Todos los días, camino a mi casa en el cerro San Juan de Dios, veo un par de dichos inmuebles que dominan el paisaje debajo de la calle Dinamarca en el cerro Panteón. Sé que los has visto.
El gobierno ha hecho un interesante esfuerzo en Valparaíso. Pero ni los subsidios MINVU ni los aportes CORFO se aplican aquí. Hay demasiados roles. ¿Qué inversionista va a negociar con 20 vecinos distintos? Tampoco pueden hacerlo los propios vecinos. Tendrían que ponerse de acuerdo los 20. Imposible. Allí están, nuestros monumentos, pudriéndose cada día.
Uno de los primeros proyectos de la Fundación Valparaíso, en 1998, fue recuperar 3 inmuebles de este tipo. Decían que éramos locos. "¿Por qué invertir en hermosear inmuebles que no son tuyos?", nos preguntaron. "¿Cuál es el gato encerrado?"
Solo queríamos mostrar que, con creatividad, se puede. Intuíamos que, invirtiendo en un par de edificios emblemáticos, podíamos cambiar la fisonomía de la ciudad.
Los inmuebles escogidos se ubicaban en el sector del Museo a Cielo Abierto. El proyecto arquitectónico estuvo a cargo de Marcela Hurtado, Nina Hormazábal y Eduardo Emperanza. Participaron 23 familias y una treintena de obreros. Los días viernes, la señora Sofía, una de las vecinas, preparaba empanadas.
Una vez recuperadas las estructuras, invitamos a 81 alumnos de diseño de la Universidad de Valparaíso a competir para hacer un proyecto de colores. Se dividieron en 32 grupos. Un jurado redujo sus propuestas a 3 finalistas. Los vecinos escogieron al ganador.
La pintura fue donada por Tricolor. Un grupo de universitarios de intercambio de EE.UU se ofreció a pintar. ¿El precio del proyecto? Aproximadamente 100 millones de pesos.
Once años después, las casas pintadas del Museo a Cielo Abierto han dado la vuelta al mundo. Aparecen en postales y guías turísticas. La municipalidad coloca su imagen en letreros y campañas internacionales. Plata bien gastada.
Valparaíso es una ciudad diferente. Requiere soluciones diferentes. Así, pongámonos las pilas. Inventemos un instrumento que nos permita transformar, con la ayuda de todos, nuestros monumentos a la soledad y la melancolía
Un vecino coloca una calamina de onda chica, otro una plancha de zinc cuadrado. Don Pepe instala ventanas de 2x3 con marco de fierro; la señora Gloria, quien tiene un sobrino regalón en la marina mercante, se inspira a colocar ventanas redondas tipo barco. De la misma manera van alterándose puertas, rejas y balcones. 30 años después, se requiere de un experto en arqueología urbana para detectar que, allí, escondido debajo de tal mosaico de calaminas torcidas, había una vez un inmueble noble y hermoso.
Cuelgan de los cerros. Enmarcan las quebradas. Todos los días, camino a mi casa en el cerro San Juan de Dios, veo un par de dichos inmuebles que dominan el paisaje debajo de la calle Dinamarca en el cerro Panteón. Sé que los has visto.
El gobierno ha hecho un interesante esfuerzo en Valparaíso. Pero ni los subsidios MINVU ni los aportes CORFO se aplican aquí. Hay demasiados roles. ¿Qué inversionista va a negociar con 20 vecinos distintos? Tampoco pueden hacerlo los propios vecinos. Tendrían que ponerse de acuerdo los 20. Imposible. Allí están, nuestros monumentos, pudriéndose cada día.
Uno de los primeros proyectos de la Fundación Valparaíso, en 1998, fue recuperar 3 inmuebles de este tipo. Decían que éramos locos. "¿Por qué invertir en hermosear inmuebles que no son tuyos?", nos preguntaron. "¿Cuál es el gato encerrado?"
Solo queríamos mostrar que, con creatividad, se puede. Intuíamos que, invirtiendo en un par de edificios emblemáticos, podíamos cambiar la fisonomía de la ciudad.
Los inmuebles escogidos se ubicaban en el sector del Museo a Cielo Abierto. El proyecto arquitectónico estuvo a cargo de Marcela Hurtado, Nina Hormazábal y Eduardo Emperanza. Participaron 23 familias y una treintena de obreros. Los días viernes, la señora Sofía, una de las vecinas, preparaba empanadas.
Una vez recuperadas las estructuras, invitamos a 81 alumnos de diseño de la Universidad de Valparaíso a competir para hacer un proyecto de colores. Se dividieron en 32 grupos. Un jurado redujo sus propuestas a 3 finalistas. Los vecinos escogieron al ganador.
La pintura fue donada por Tricolor. Un grupo de universitarios de intercambio de EE.UU se ofreció a pintar. ¿El precio del proyecto? Aproximadamente 100 millones de pesos.
Once años después, las casas pintadas del Museo a Cielo Abierto han dado la vuelta al mundo. Aparecen en postales y guías turísticas. La municipalidad coloca su imagen en letreros y campañas internacionales. Plata bien gastada.
Valparaíso es una ciudad diferente. Requiere soluciones diferentes. Así, pongámonos las pilas. Inventemos un instrumento que nos permita transformar, con la ayuda de todos, nuestros monumentos a la soledad y la melancolía
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