En 2003, entrevistado en vivo por una emisora capitalina, probé por vez primera mi “teoría de los tres quinquenios”. Va así:
La recuperación de las ciudades patrimoniales requiere un tiempo no menor a 15 años y los procesos suelen a dividirse en tres mini-ciclos de distintas características.
El primer ciclo, o, “el primer quinquenio”, es pura celebración, mística, y alegría. Aquí ciudadanos soñadores, heterogéneos por naturaleza, ponen sus diferencias a un lado para unirse a favor de un sueño común. Después, llegan los “segundos quinquenios” y estos suelen a ser terribles. Ya lograda la quijotesca hazaña de convertir una determinada ciudad en un proyecto país, entran los lobos, los políticos, y los talibanes. Abundan irreconciliables interpretaciones sobre lo que es y lo que no es patrimonio. El segundo quinquenio es de fracturación, y—porque no decirlo—destrucción de toda la buena onda establecida en el primero. Del éxtasis se pasa a un creciente aislamiento y desolación. Después, vendrá un tercer quinquenio: de reconciliación y recuperación de la mística perdida.
El primero quinquenio del Puerto era de 1998-2003. Sin suda que había antecedentes anteriores (la moda de pubs tipo Piedra Feliz, la campaña a favor del edificio Cousiño), pero no hubo consenso en la ciudad y Hernán Pinto recién se convenció en 1997-98.
Se trata de un primer quinquenio francamente histórica. Si antes imperaba en el puerto un marasmo de fatalismo insoportable, ahora se respiraba optimismo sin límites. Si, hace poco, un 95% de los chilenos veían en Valparaíso una ciudad pobre que evitaba camino a Viña, ahora reclamábamos porque venían demasiadas.
¡En cinco años éramos Patrimonio Cultural de la Humanidad, capital cultural del país!
Era tanto el jolgorio que pocos anticipaban la carnicería que vendría, todo precipitado por la sorpresiva caída del todopoderoso Hernán Pinto. Entra un nuevo alcalde con fama de serio, inteligente y transparente. Pero, a poco andar, sufriría la peor pesadilla de cada ser humano, conmocionando a todo un país. Su corazón hecho pedazos, tendría que emprender una dolorosa limpieza del municipio, mientras a su alrededor aparecerían todos los síntomas de una ciudad cuya buena onda ya entraba en un espiral destructivo de capa caída.
El proyecto Puerto Barón, ampliamente celebrado por años, de repente, sería enterrado por debajo de kilos de litigación hecho por los “defensores del patrimonio.” Otro proyecto que contemplaba hermosear el entorno de la Plaza de la Matriz encontraría una oposición tan furibunda que este mandaría expedientes a UNESCO, sembrando en un matutino santiaguino el fantasioso titular, “Valparaíso a Punto de Perder Título Patrimonial”.
Mientras, Don Aldo Cornejo, en su legítimo derecho de querer distinguir su liderazgo del anterior, sacó a lucir la desmalezadora, cortando contacto con quien, según él, olía al “periodo Pinto”. De a poco, empezó a cambiar el mapa de líderes locales.
Hoy, caminando por Valparaíso, me topo con gente cabizbaja, las mismas que, hace pocos, eran importantes líderes de opinión en la comunidad. Andan a la deriva, desilusionados, sus espíritus quebrados. La aplanadora les pasó por encima.
No pretendo echarle la culpa a nadie. Es 2008. El segundo quinquenio ya es historia. Vienen aires mejores. Es hora de volver a soñar. Pronto veremos un renovado esplendor en Valparaíso. Por ahora, ha llegado el momento de levantarse del suelo.
Es hora de recuperar la mística pérdida.
miércoles, 26 de marzo de 2008
viernes, 21 de marzo de 2008
Valparaiso, Indiana
Quien dice: “Yo conozco todo lo que hay que saber sobre Valparaíso”, está mintiendo.
O, tal vez, se miente a sí mismo. ¿Quién sabe? Solo sé que nuestra ciudad es una fuente inagotable de sorpresas. Como lo que me pasó hace unas semanas, cuando me tocó el honor de recibir a una delegación de representantes de la pequeña Municipalidad de Valparaíso, venida desde Indiana, Estados Unidos, población 23.747.
Estaban de visita en Chile el alcalde suplente, el Presidente de la Cámara de Comercio, y sus señoras. Tras varios infructuosos intentos de contactarse con nuestro alcalde, optaron por bajar significativamente sus expectativas y se contactaron conmigo.
“Es que no sabe lo emocionante que es para nosotros estar aquí,” me dijeron. De repente se me ocurrió que estos caballeros tenían alguna fijación especial por poetas narigones, pero resulta que lo que realmente les tenía tan exaltados era estar en Valparaíso, Chile.
Es que la historia de SU Valparaíso es ni más ni menos que una anécdota más de la inmensa historial de nuestro Valparaíso. De estas anécdotas que tanto nos sobran que demasiadas veces ni las pescamos.
Resulta que durante la Guerra de 1812 entre Inglaterra y Estados Unidos, el capitán del U.S.S. Essex--orgullosa fragata bautizada, junto con su aún más famoso hermano, el U.S.S. Ironsides, en el astillero de Salem, Massachusetts en 1799—se llamaba David Porter. Una vez que estallo la Guerra, el Essex fue despachado a patrullar el Atlántico Sur. Durante 1813 ganó diez batallas. En 1814 cruzó el Cabo de Hornos, llegando a nuestro Valparaíso el 14 de febrero, donde fue sorprendido por dos buques ingleses, el HMS Phoebe y el Cherub.
Siendo Valparaíso un puerto neutral, el Essex fue impedido de zarpar ante el peligro que significaba el superior tamaño de sus contrapartes. De repente, la noche del 28 de marzo, el Capitán Porter, temiendo el arribo de más barcos ingleses, intentó escapar de noche a mar abierto. Dice la leyenda que, una vez pasado Punta de Ángeles, el Capitán Porter experimentó una averia que le obligo a volver a puerto. El Phoebe, viendo que Porter había llevado el barco más allá de las aguas neutrales, atacó. El Cherub apoyó y, tras una pelea de dos horas y media, la tripulación del Essex no tuvo opción más que abandonar el barco. Muriendo así 58 marinos estadounidenses en la bahía de Valparaíso.
Sé que algunos lectores—sospecho un 5%--conocen la historia del Essex en Valparaíso. Tal vez hasta un 0.1% han visitado el emotivo monumento a los caídos del Essex que se encuentra en el Cementerio de Disidentes. Pero apuesto que ni ellos sabían que el Capitán Porter, tras repatriarse a Estados Unidos, y tras comandar gloriosas campañas navales en el Caribe, durante el conflicto con México en 1823, jubiló, y, que, al jubilarse, fue reconocido con uno de los máximos honores de los cuales un país puede rendir a sus héroes: nombraron un pueblo en su honor, Portersville, Indiana.
Pero el otrora Capitán, ahora Comodoro jubilado, David Porter, nunca se sintió cómodo con el nombre de Portersville. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Así, unos años antes de morir, entregó a las autoridades de Portersville una solicitud de cambiar el nombre del pueblo a otro que, para él, representaba la batalla más emblemática de toda su vida militar: Valparaíso.
Quien te dice, “Yo sé todo lo que hay que saber sobre Valparaíso”, te está mintiendo. O, tal vez, se miente a sí mismo. ¿Quién sabe?
O, tal vez, se miente a sí mismo. ¿Quién sabe? Solo sé que nuestra ciudad es una fuente inagotable de sorpresas. Como lo que me pasó hace unas semanas, cuando me tocó el honor de recibir a una delegación de representantes de la pequeña Municipalidad de Valparaíso, venida desde Indiana, Estados Unidos, población 23.747.
Estaban de visita en Chile el alcalde suplente, el Presidente de la Cámara de Comercio, y sus señoras. Tras varios infructuosos intentos de contactarse con nuestro alcalde, optaron por bajar significativamente sus expectativas y se contactaron conmigo.
“Es que no sabe lo emocionante que es para nosotros estar aquí,” me dijeron. De repente se me ocurrió que estos caballeros tenían alguna fijación especial por poetas narigones, pero resulta que lo que realmente les tenía tan exaltados era estar en Valparaíso, Chile.
Es que la historia de SU Valparaíso es ni más ni menos que una anécdota más de la inmensa historial de nuestro Valparaíso. De estas anécdotas que tanto nos sobran que demasiadas veces ni las pescamos.
Resulta que durante la Guerra de 1812 entre Inglaterra y Estados Unidos, el capitán del U.S.S. Essex--orgullosa fragata bautizada, junto con su aún más famoso hermano, el U.S.S. Ironsides, en el astillero de Salem, Massachusetts en 1799—se llamaba David Porter. Una vez que estallo la Guerra, el Essex fue despachado a patrullar el Atlántico Sur. Durante 1813 ganó diez batallas. En 1814 cruzó el Cabo de Hornos, llegando a nuestro Valparaíso el 14 de febrero, donde fue sorprendido por dos buques ingleses, el HMS Phoebe y el Cherub.
Siendo Valparaíso un puerto neutral, el Essex fue impedido de zarpar ante el peligro que significaba el superior tamaño de sus contrapartes. De repente, la noche del 28 de marzo, el Capitán Porter, temiendo el arribo de más barcos ingleses, intentó escapar de noche a mar abierto. Dice la leyenda que, una vez pasado Punta de Ángeles, el Capitán Porter experimentó una averia que le obligo a volver a puerto. El Phoebe, viendo que Porter había llevado el barco más allá de las aguas neutrales, atacó. El Cherub apoyó y, tras una pelea de dos horas y media, la tripulación del Essex no tuvo opción más que abandonar el barco. Muriendo así 58 marinos estadounidenses en la bahía de Valparaíso.
Sé que algunos lectores—sospecho un 5%--conocen la historia del Essex en Valparaíso. Tal vez hasta un 0.1% han visitado el emotivo monumento a los caídos del Essex que se encuentra en el Cementerio de Disidentes. Pero apuesto que ni ellos sabían que el Capitán Porter, tras repatriarse a Estados Unidos, y tras comandar gloriosas campañas navales en el Caribe, durante el conflicto con México en 1823, jubiló, y, que, al jubilarse, fue reconocido con uno de los máximos honores de los cuales un país puede rendir a sus héroes: nombraron un pueblo en su honor, Portersville, Indiana.
Pero el otrora Capitán, ahora Comodoro jubilado, David Porter, nunca se sintió cómodo con el nombre de Portersville. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Así, unos años antes de morir, entregó a las autoridades de Portersville una solicitud de cambiar el nombre del pueblo a otro que, para él, representaba la batalla más emblemática de toda su vida militar: Valparaíso.
Quien te dice, “Yo sé todo lo que hay que saber sobre Valparaíso”, te está mintiendo. O, tal vez, se miente a sí mismo. ¿Quién sabe?
lunes, 17 de marzo de 2008
El Gran Viaje Americano de Bob Dylan
Estuvo en Chile quien ha sido catalogado por la Revista Time como uno de los 100 personajes más importantes del siglo XX, junto con Einstein, Gandhi, King, Churchill, Picasso, Juan Pablo II. Quien reclama algo de hipérbole en lo anterior sencillamente no sabe. O puede que caiga en el error de reducir a Bob Dylan a cualquiera de los deprimentes clichés que le suelen colgar. “La Voz de los ’60.” “El Gran Poeta del Rock.” O el patético “Leyenda Viviente.”
Como uno de los fieles seguidores del “gran viaje americano de Bob Dylan”, sé que Dylan es más, más que el querubín de 19 años que compuso el sublime “Blowing in the Wind”. Más que el hombre que, a 25 años, se aburrió con la etiqueta de mesiás que le había colgado, optando por sepultarlo todo con el magistral “Like a Rolling Stone,” descrito por la revista del mismo nombre como “la canción de rock más perfecta de todos los tiempos.”
Dylan es y siempre ha sido el heredero natural de aquella América intuida por Allan Ginsberg, Jack Kerouac, Mark Twain, y Walt Whitman: la vida como arte; el camino como metáfora, y la divinidad del “working man”, luchando por el amor en un mundo que tambalea entre lo profano y lo absurdo. Es el héroe norteamericano interpretando en vida su particular versión “far west” del Quijote. Tales héroes nos recuerdan que cada uno puede—y debe--tocar las puertas del cielo mientras aun se encuentra en carne y hueso. LA VIDA DE DYLAN, más que las canciones de Dylan, nos ha enseñado que es posible ser un hombre mítico sin caer en la trampa de creerse el mito.
Ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Twain, ni Whitman vivieron en los tiempos de internet. No leyeron sus propias biografías “no autorizadas”. No conocieron programas de farándula. No competieron con “noticieros” que hablaban de Britney Spears.
Son los “Modern Times” de los que canta Bob Dylan, un campo minado que a todos nos ha tocado vivir, y que él ha navegado durante una carrera de más de 40 años, con más de 400 canciones, soslayando cada trampa con humor y aplomo.
Y de repente, allí estaba el Hombre, parado frente a mí y a nueve mil otros en el Arena Santiago.
Sobre el escenario Dylan es taciturno. Cuesta que levante la cabeza para decir “hola” o “buenas noches.” Ya no le interesa ser ni gurú ni profeta. Durante años parecía que le incomodaba que el público gozara demasiado. Mientras más gritaban, él más se iba para adentro. Ahora, parece que está en paz. Cuando siente el público entrando en trance, emite una sonrisa y hasta baila un poco.
Tocó varios clásicos. Pero los tocó diferente. “Blowing in the Wind” sonó como un lento funk blues. Dulce. Delicioso. “Masters of War” tomó un aire de reggae y grunge. “Just Like a Woman” fue larga, tiernísima y juguetona. “Like a Rolling Stone” sonaba medio Nueva Orleans, eléctrica y extática.
Pero mi momento favorito, lejos, fue la hermosa “Workingman’s Blues #2”, balada del disco nuevo que suena a clásico instantáneo. He visto a Dylan tocar siete veces. Pero esta vez, yo entraba en un estado dulce y profundo. Se me ocurrió, “Estoy mirando a alguien que en 100 años, en 500 años, podría tener la misma relevancia que hoy día tiene Twain o Whitman”. Dylan, por supuesto, no se cree el cuento. Tenía una sonrisa de oreja a oreja. A lo mejor el también lo sabe. Un poco.
Como uno de los fieles seguidores del “gran viaje americano de Bob Dylan”, sé que Dylan es más, más que el querubín de 19 años que compuso el sublime “Blowing in the Wind”. Más que el hombre que, a 25 años, se aburrió con la etiqueta de mesiás que le había colgado, optando por sepultarlo todo con el magistral “Like a Rolling Stone,” descrito por la revista del mismo nombre como “la canción de rock más perfecta de todos los tiempos.”
Dylan es y siempre ha sido el heredero natural de aquella América intuida por Allan Ginsberg, Jack Kerouac, Mark Twain, y Walt Whitman: la vida como arte; el camino como metáfora, y la divinidad del “working man”, luchando por el amor en un mundo que tambalea entre lo profano y lo absurdo. Es el héroe norteamericano interpretando en vida su particular versión “far west” del Quijote. Tales héroes nos recuerdan que cada uno puede—y debe--tocar las puertas del cielo mientras aun se encuentra en carne y hueso. LA VIDA DE DYLAN, más que las canciones de Dylan, nos ha enseñado que es posible ser un hombre mítico sin caer en la trampa de creerse el mito.
Ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Twain, ni Whitman vivieron en los tiempos de internet. No leyeron sus propias biografías “no autorizadas”. No conocieron programas de farándula. No competieron con “noticieros” que hablaban de Britney Spears.
Son los “Modern Times” de los que canta Bob Dylan, un campo minado que a todos nos ha tocado vivir, y que él ha navegado durante una carrera de más de 40 años, con más de 400 canciones, soslayando cada trampa con humor y aplomo.
Y de repente, allí estaba el Hombre, parado frente a mí y a nueve mil otros en el Arena Santiago.
Sobre el escenario Dylan es taciturno. Cuesta que levante la cabeza para decir “hola” o “buenas noches.” Ya no le interesa ser ni gurú ni profeta. Durante años parecía que le incomodaba que el público gozara demasiado. Mientras más gritaban, él más se iba para adentro. Ahora, parece que está en paz. Cuando siente el público entrando en trance, emite una sonrisa y hasta baila un poco.
Tocó varios clásicos. Pero los tocó diferente. “Blowing in the Wind” sonó como un lento funk blues. Dulce. Delicioso. “Masters of War” tomó un aire de reggae y grunge. “Just Like a Woman” fue larga, tiernísima y juguetona. “Like a Rolling Stone” sonaba medio Nueva Orleans, eléctrica y extática.
Pero mi momento favorito, lejos, fue la hermosa “Workingman’s Blues #2”, balada del disco nuevo que suena a clásico instantáneo. He visto a Dylan tocar siete veces. Pero esta vez, yo entraba en un estado dulce y profundo. Se me ocurrió, “Estoy mirando a alguien que en 100 años, en 500 años, podría tener la misma relevancia que hoy día tiene Twain o Whitman”. Dylan, por supuesto, no se cree el cuento. Tenía una sonrisa de oreja a oreja. A lo mejor el también lo sabe. Un poco.
Bob Dylan's American Journey (English Version)
A guy just paid a visit whose name happens to be on the Time magazine list of the 100 most influential figures of the 20th century. There it is—alongside Einstein, Ghandi, King, Churchill, Picasso, and John Paul II. Anyone out there currently raising their eyebrows I beg you, read no further.
Then again, I can’t say I blame you. It is not easy to see beyond such pathetic clichés as “Voice of a Generation,” “Rock Poet,” or “Living legend. But Bob Dylan is more than these things just as he is more than the nineteen year-old ragamuffin who scribbled early versions of Blowing in the Wind on a coffee house napkin.
Dylan is and always has been the heir to an American tradition represented by the likes Allan Ginsberg, Jack Kerouac, Mark Twain, and Walt Whitman. Principle one: Life is art and the road is its metaphor. Principle two: the working man is a religious symbol representing our struggle for love in a world both absurd and insane. Dylan is our generation’s incarnation of the great North American saga. Quixote meets the far west. The moral? It is not only possible to “Knock on Heaven’s Door;” it is our obligation.
DYLAN’S LIFE, even more than his marvelous songs, reminds us we, too, can live a mythic life. But he has also gone the extra mile: demonstrating that we need to avoid the trap of believing our myth is the other person’s savior.
Neither Shakespeare, nor Cervantes, nor Twain, nor Whitman lived in the schadenfreude age. They had no internet bloggers to deal with, no unauthorized biographies, no celebrity journalism, and no 24/7 news coverage feeding them steady doses of Brittany Spears slash Paris Hilton slash O.J. Simpson.
If these are the Modern Times we live in, then Dylan’s music is the immunization.
And suddenly there He was, standing before me and nine thousand others in the Santiago Arena.
Dylan is a taciturn presence on stage. He rarely looks ahead. In two hours he may not say as much as hello or goodnight. He is simply no longer interested in being anybody’s guru.
Not so many years ago, Dylan seemed viscerally uncomfortable with the idea that his songs “meant something to people.” When his audience would slip into a trance, he would retreat inside of himself, becoming more distant and elusive. At 66, he seems increasingly at peace with his place in the universe. When the audience gets that blissful look on their face, he lets out a devilish smile and dances a two-step.
He played various classics Tuesday night, but, true to form, each had been completely rewritten. Blowing in the Wind was now a funk blues ballad, sweet and delicious. Masters of War took on an air of reggae and grunge. Just Like a Woman was long, tender, and playful. Like A Rolling Stone bounced with the ecstatic electricity of a New Orleans style rag.
But my favorite moment, by far, was the striking interpretation of Workingman’s Blues #2, a ballad off the new album universally acclaimed as an instant classic.
I have seen Dylan seven times. But this was one of those rare moments when I was completely in the present, sucking in the master craftsman “at work” before my eyes. I was pinching myself. I thought: “In hundreds of years people will talk about this man in the same light as Twain or Whitman. And I, little Todd Temkin, am watching him work.”
Dylan, of course, would have nothing of it. He rolled off the last lyrics of the song,
Now I'm down on my luck and I'm black and blue Gonna give you another chance I'm all alone and I'm expecting you To lead me off into a cheerful dance I got a brand new suit and a brand new wife I can live on rice and beans Some people never worked a day in their life Don't know what work even means
The hall was as still as 9,000 can be. This wasn’t another pathetic old rock star mindlessly belting off a song he had sung a zillion times. It was a real artist, at the height of his powers. We were in awe of what was playing out before us. Then, grinning from ear to ear, he raised his head from the keyboard and winked. Maybe he does know how great he is, after all? Maybe he doesn’t care? Maybe.
Then again, I can’t say I blame you. It is not easy to see beyond such pathetic clichés as “Voice of a Generation,” “Rock Poet,” or “Living legend. But Bob Dylan is more than these things just as he is more than the nineteen year-old ragamuffin who scribbled early versions of Blowing in the Wind on a coffee house napkin.
Dylan is and always has been the heir to an American tradition represented by the likes Allan Ginsberg, Jack Kerouac, Mark Twain, and Walt Whitman. Principle one: Life is art and the road is its metaphor. Principle two: the working man is a religious symbol representing our struggle for love in a world both absurd and insane. Dylan is our generation’s incarnation of the great North American saga. Quixote meets the far west. The moral? It is not only possible to “Knock on Heaven’s Door;” it is our obligation.
DYLAN’S LIFE, even more than his marvelous songs, reminds us we, too, can live a mythic life. But he has also gone the extra mile: demonstrating that we need to avoid the trap of believing our myth is the other person’s savior.
Neither Shakespeare, nor Cervantes, nor Twain, nor Whitman lived in the schadenfreude age. They had no internet bloggers to deal with, no unauthorized biographies, no celebrity journalism, and no 24/7 news coverage feeding them steady doses of Brittany Spears slash Paris Hilton slash O.J. Simpson.
If these are the Modern Times we live in, then Dylan’s music is the immunization.
And suddenly there He was, standing before me and nine thousand others in the Santiago Arena.
Dylan is a taciturn presence on stage. He rarely looks ahead. In two hours he may not say as much as hello or goodnight. He is simply no longer interested in being anybody’s guru.
Not so many years ago, Dylan seemed viscerally uncomfortable with the idea that his songs “meant something to people.” When his audience would slip into a trance, he would retreat inside of himself, becoming more distant and elusive. At 66, he seems increasingly at peace with his place in the universe. When the audience gets that blissful look on their face, he lets out a devilish smile and dances a two-step.
He played various classics Tuesday night, but, true to form, each had been completely rewritten. Blowing in the Wind was now a funk blues ballad, sweet and delicious. Masters of War took on an air of reggae and grunge. Just Like a Woman was long, tender, and playful. Like A Rolling Stone bounced with the ecstatic electricity of a New Orleans style rag.
But my favorite moment, by far, was the striking interpretation of Workingman’s Blues #2, a ballad off the new album universally acclaimed as an instant classic.
I have seen Dylan seven times. But this was one of those rare moments when I was completely in the present, sucking in the master craftsman “at work” before my eyes. I was pinching myself. I thought: “In hundreds of years people will talk about this man in the same light as Twain or Whitman. And I, little Todd Temkin, am watching him work.”
Dylan, of course, would have nothing of it. He rolled off the last lyrics of the song,
Now I'm down on my luck and I'm black and blue Gonna give you another chance I'm all alone and I'm expecting you To lead me off into a cheerful dance I got a brand new suit and a brand new wife I can live on rice and beans Some people never worked a day in their life Don't know what work even means
The hall was as still as 9,000 can be. This wasn’t another pathetic old rock star mindlessly belting off a song he had sung a zillion times. It was a real artist, at the height of his powers. We were in awe of what was playing out before us. Then, grinning from ear to ear, he raised his head from the keyboard and winked. Maybe he does know how great he is, after all? Maybe he doesn’t care? Maybe.
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