Estuvo en Chile quien ha sido catalogado por la Revista Time como uno de los 100 personajes más importantes del siglo XX, junto con Einstein, Gandhi, King, Churchill, Picasso, Juan Pablo II. Quien reclama algo de hipérbole en lo anterior sencillamente no sabe. O puede que caiga en el error de reducir a Bob Dylan a cualquiera de los deprimentes clichés que le suelen colgar. “La Voz de los ’60.” “El Gran Poeta del Rock.” O el patético “Leyenda Viviente.”
Como uno de los fieles seguidores del “gran viaje americano de Bob Dylan”, sé que Dylan es más, más que el querubín de 19 años que compuso el sublime “Blowing in the Wind”. Más que el hombre que, a 25 años, se aburrió con la etiqueta de mesiás que le había colgado, optando por sepultarlo todo con el magistral “Like a Rolling Stone,” descrito por la revista del mismo nombre como “la canción de rock más perfecta de todos los tiempos.”
Dylan es y siempre ha sido el heredero natural de aquella América intuida por Allan Ginsberg, Jack Kerouac, Mark Twain, y Walt Whitman: la vida como arte; el camino como metáfora, y la divinidad del “working man”, luchando por el amor en un mundo que tambalea entre lo profano y lo absurdo. Es el héroe norteamericano interpretando en vida su particular versión “far west” del Quijote. Tales héroes nos recuerdan que cada uno puede—y debe--tocar las puertas del cielo mientras aun se encuentra en carne y hueso. LA VIDA DE DYLAN, más que las canciones de Dylan, nos ha enseñado que es posible ser un hombre mítico sin caer en la trampa de creerse el mito.
Ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Twain, ni Whitman vivieron en los tiempos de internet. No leyeron sus propias biografías “no autorizadas”. No conocieron programas de farándula. No competieron con “noticieros” que hablaban de Britney Spears.
Son los “Modern Times” de los que canta Bob Dylan, un campo minado que a todos nos ha tocado vivir, y que él ha navegado durante una carrera de más de 40 años, con más de 400 canciones, soslayando cada trampa con humor y aplomo.
Y de repente, allí estaba el Hombre, parado frente a mí y a nueve mil otros en el Arena Santiago.
Sobre el escenario Dylan es taciturno. Cuesta que levante la cabeza para decir “hola” o “buenas noches.” Ya no le interesa ser ni gurú ni profeta. Durante años parecía que le incomodaba que el público gozara demasiado. Mientras más gritaban, él más se iba para adentro. Ahora, parece que está en paz. Cuando siente el público entrando en trance, emite una sonrisa y hasta baila un poco.
Tocó varios clásicos. Pero los tocó diferente. “Blowing in the Wind” sonó como un lento funk blues. Dulce. Delicioso. “Masters of War” tomó un aire de reggae y grunge. “Just Like a Woman” fue larga, tiernísima y juguetona. “Like a Rolling Stone” sonaba medio Nueva Orleans, eléctrica y extática.
Pero mi momento favorito, lejos, fue la hermosa “Workingman’s Blues #2”, balada del disco nuevo que suena a clásico instantáneo. He visto a Dylan tocar siete veces. Pero esta vez, yo entraba en un estado dulce y profundo. Se me ocurrió, “Estoy mirando a alguien que en 100 años, en 500 años, podría tener la misma relevancia que hoy día tiene Twain o Whitman”. Dylan, por supuesto, no se cree el cuento. Tenía una sonrisa de oreja a oreja. A lo mejor el también lo sabe. Un poco.
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