La pasión que tenemos los patrimonialistas por nuestra ciudad se ve superada solo por nuestra creciente capacidad de “agarrarnos del moño.” Da lo mismo el tema: Puerto Barón, los almacenes portuarios, el proyecto Niemeyer, el edificio Cousiño, las patentes de alcoholes... Un día te están abrazando en la calle, al próximo te están quemando como al Judas.
Son tantos los golpes que ya nos hemos olvidado que estamos de acuerdo en un montón de cosas. Por ejemplo, que Valparaíso emana un delicioso poder narcótico. O que el verdadero encanto del Puerto va más allá de algunos edificios. El problema, como ha dicho Agustín Squella, es que cada uno ama a SU Valparaíso. Le da lo mismo el Valparaíso del otro. ¿Nuestra mayor tragedia? Que tanta riña ofusque nuestro patrimonio más importante, el hecho de que nuestro Valparaíso, por razones que nadie parece poder explicar a plena satisfacción, posee una asombrosa y transcendente universalidad.
Mientras los activistas porteños se pelean a muerte, nuestras autoridades promueven la ciudad con una metodología que consta de lo siguiente. Primero, se encarga estudio. Segundo, se junta un grupo de líderes locales para tomar un cafecito y escuchar los resultados. Estos vienen en forma de un power point que demuestra los hábitos de consumo de los turistas gringos, recordándonos que somos bonitos porque tenemos un anfiteatro, cerros, casas de postal, troles, y ascensores.
Pero Valparaíso es más. Mucho más. Valparaíso es un verdadero fenómeno social y cultural. Para entender tal grado de universalidad, no basta con estudiar a los turistas que nos visitan por el fin de semana. Hay que estudiar a aquellos que dejan todo para vivir acá ¿Qué inspira a tantos nuevos inmigrantes a dejarlo todo para asentarse en nuestro puerto? Solo cuando seamos capaces de explicar lo anterior, habremos aprendido algo sobre la universalidad de Valparaíso.
Nuestros nuevos inmigrantes—siendo originarios de Milwaukee, Belfast, Bremen, Montpelier, Montreal, o Santiago—están aquí por algo. Están aquí porque Valparaíso, nuestro Valparaíso, les llena un vacío. Están aburridos de vivir en ciudades que cada vez más se parecen a Atlanta o Dallas. Se sienten sofocados habitando suburbios donde nadie conoce su nombre. Les colmó que cualquier trámite requiere subirse a un auto para manejar quince minutos hasta el mall más cercano.
En Valparaíso, han descubierto que sus vecinos tienen nombres como “La Pollita” o la inolvidable “Señora Leyla”. Se deleitan comprando pan batido en la Panadería Guria, haciendo la fila por un salame polaco en la fiambrería Sethmacher, o esperando mientras envuelven su cuarto de azúcar con dos huevos en el almacén “La Veleta”.
En los 60’ los buscadores del mundo llegaban a lugares como Katmandú. En los 80’ llegaron a Cuzco. Ahora, la misma búsqueda los lleva a Valparaíso. Vienen a Valparaíso a despertar de la pesadilla. Ya no quieren gastar una vida esforzada en llegar desde el punto A al punto B. Vienen a Valparaíso a despertar. Vienen a Valparaíso a gozar el camino.
Lo de Cuzco, Katmandú, y Valparaíso no tengo duda. Lo que si me preocupa es, si tras tanto puñetazo, estaremos aun despiertos para darnos cuenta.
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1 comentario:
Felicitaciones, ojalá Valparaíso tuviera autoridades a la altura del desafío
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