Hace unos días me topé con un amigo que había sido pieza clave durante el proceso de postulación ante la UNESCO. Eran días de adrenalina para él. Hoy, se confesa agotado y, según sus propias palabras, “algo amargado”. No era necesario indagar más, pues, en sus ojos verde oscuros vi algo de mi propio rostro. Así, intenté seguir mi curso deambulando entre los lustrabotas de la Plaza Sotomayor, pero la imagen de mi alicaído amigo daba vueltas en mi cabeza. De repente, algo me despertó del letargo. Era una frase clásica del cine norteamericano, emitido por el personaje Robert “Boogie” Sheftell, interpretado por Mickey Rourke, en la película Diner (1982).
¿La frase? Si no tienes sueños, tienes pesadillas.
Han pasado 5 años desde la gran hazaña del Puerto y no sé en qué momento nos pasamos desde la euforia a la apatía total. Echo de menos los sueños locos. Extraño este momento histórico cuando nos sentíamos todos “con licencia para soñar.”
Así, en honor a mi amigo, dedico lo que sobra de esta columna a redactar una lista parcial de sueños para el Puerto. Puede que a uno le gusten o no. Esto no es importante. Que se inspire a poner lápiz sobre papel. Que vuelen los nuevos sueños por los cerros de la ciudad. Si no tienes sueños, tienes pesadillas.
Por mi parte, sueño con una ciudad sin el nudo barón, donde Errazurriz y la línea férrea estén en el subsuelo hasta la Avenida Francia. Colocaría allí un gran pulmón verde que integre el proyecto borde costero a la ciudad.
Sueño con un Cerro Concepción “100% peatonal”, alimentado por una línea de trole gratuita que circule permanentemente por el triángulo Almirante Montt/Urriola/Esmeralda.
Sueño con doce nuevas zonas típicas, una rodeando cada ascensor que quedó fuera del casco histórico.
Sueño con un instrumento que proteja nuestros negocios familiares, almacenes y emporios—unificando su poder de compra, acercándoles a créditos competitivos, y dándoles asesoría de primera categoría.
Sueño que nuestros empresarios inmobiliarios despierten un día convencido de que es más rentable construir a baja altura. Para convencerlos, crearía un subsidio de renovación urbana con subsidios espectaculares SOLO para edificios menores a cuatro pisos.
Sueño que el campus del Colegio Alemán en Cerro Concepción sea un centro cultural con galerías de arte, jardín de esculturas, conservatorio, y un renovado teatro que, por su parte, sea sede de una orquestra regional de categoría internacional.
Sueño que el Consejo de la Cultura licite los siguientes proyectos: una gran bienal de arte latinoamericano, un congreso internacional de poesía, y una bienal de arquitectura mundial. Todo en Valparaíso. Todo con una proyección no menor a 10 años. Todos capaces de copar nuestros hoteles, cafés, y restaurantes con artistas e intelectuales mundiales.
Sueño que el gobierno, consciente que el futuro de Valparaíso debe ser sin rascacielos, mande una señal potente: “volando” el edificio del gobierno regional para edificar un gran “barrio cívico a baja altura” en otra parte de la ciudad. A continuación, integraría las plazas Aníbal Pinto y Lord Cochrane, hundiendo la Calle Blanco entre Bellavista y Ross, para crear un segundo parque urbano en el corazón del casco histórico de la ciudad.
Y tú, mi quijote, dormido... ¿Cuáles son tus sueños por Valparaíso?
jueves, 24 de abril de 2008
viernes, 18 de abril de 2008
Cuzco, Katmandú, Valparaíso
La pasión que tenemos los patrimonialistas por nuestra ciudad se ve superada solo por nuestra creciente capacidad de “agarrarnos del moño.” Da lo mismo el tema: Puerto Barón, los almacenes portuarios, el proyecto Niemeyer, el edificio Cousiño, las patentes de alcoholes... Un día te están abrazando en la calle, al próximo te están quemando como al Judas.
Son tantos los golpes que ya nos hemos olvidado que estamos de acuerdo en un montón de cosas. Por ejemplo, que Valparaíso emana un delicioso poder narcótico. O que el verdadero encanto del Puerto va más allá de algunos edificios. El problema, como ha dicho Agustín Squella, es que cada uno ama a SU Valparaíso. Le da lo mismo el Valparaíso del otro. ¿Nuestra mayor tragedia? Que tanta riña ofusque nuestro patrimonio más importante, el hecho de que nuestro Valparaíso, por razones que nadie parece poder explicar a plena satisfacción, posee una asombrosa y transcendente universalidad.
Mientras los activistas porteños se pelean a muerte, nuestras autoridades promueven la ciudad con una metodología que consta de lo siguiente. Primero, se encarga estudio. Segundo, se junta un grupo de líderes locales para tomar un cafecito y escuchar los resultados. Estos vienen en forma de un power point que demuestra los hábitos de consumo de los turistas gringos, recordándonos que somos bonitos porque tenemos un anfiteatro, cerros, casas de postal, troles, y ascensores.
Pero Valparaíso es más. Mucho más. Valparaíso es un verdadero fenómeno social y cultural. Para entender tal grado de universalidad, no basta con estudiar a los turistas que nos visitan por el fin de semana. Hay que estudiar a aquellos que dejan todo para vivir acá ¿Qué inspira a tantos nuevos inmigrantes a dejarlo todo para asentarse en nuestro puerto? Solo cuando seamos capaces de explicar lo anterior, habremos aprendido algo sobre la universalidad de Valparaíso.
Nuestros nuevos inmigrantes—siendo originarios de Milwaukee, Belfast, Bremen, Montpelier, Montreal, o Santiago—están aquí por algo. Están aquí porque Valparaíso, nuestro Valparaíso, les llena un vacío. Están aburridos de vivir en ciudades que cada vez más se parecen a Atlanta o Dallas. Se sienten sofocados habitando suburbios donde nadie conoce su nombre. Les colmó que cualquier trámite requiere subirse a un auto para manejar quince minutos hasta el mall más cercano.
En Valparaíso, han descubierto que sus vecinos tienen nombres como “La Pollita” o la inolvidable “Señora Leyla”. Se deleitan comprando pan batido en la Panadería Guria, haciendo la fila por un salame polaco en la fiambrería Sethmacher, o esperando mientras envuelven su cuarto de azúcar con dos huevos en el almacén “La Veleta”.
En los 60’ los buscadores del mundo llegaban a lugares como Katmandú. En los 80’ llegaron a Cuzco. Ahora, la misma búsqueda los lleva a Valparaíso. Vienen a Valparaíso a despertar de la pesadilla. Ya no quieren gastar una vida esforzada en llegar desde el punto A al punto B. Vienen a Valparaíso a despertar. Vienen a Valparaíso a gozar el camino.
Lo de Cuzco, Katmandú, y Valparaíso no tengo duda. Lo que si me preocupa es, si tras tanto puñetazo, estaremos aun despiertos para darnos cuenta.
Son tantos los golpes que ya nos hemos olvidado que estamos de acuerdo en un montón de cosas. Por ejemplo, que Valparaíso emana un delicioso poder narcótico. O que el verdadero encanto del Puerto va más allá de algunos edificios. El problema, como ha dicho Agustín Squella, es que cada uno ama a SU Valparaíso. Le da lo mismo el Valparaíso del otro. ¿Nuestra mayor tragedia? Que tanta riña ofusque nuestro patrimonio más importante, el hecho de que nuestro Valparaíso, por razones que nadie parece poder explicar a plena satisfacción, posee una asombrosa y transcendente universalidad.
Mientras los activistas porteños se pelean a muerte, nuestras autoridades promueven la ciudad con una metodología que consta de lo siguiente. Primero, se encarga estudio. Segundo, se junta un grupo de líderes locales para tomar un cafecito y escuchar los resultados. Estos vienen en forma de un power point que demuestra los hábitos de consumo de los turistas gringos, recordándonos que somos bonitos porque tenemos un anfiteatro, cerros, casas de postal, troles, y ascensores.
Pero Valparaíso es más. Mucho más. Valparaíso es un verdadero fenómeno social y cultural. Para entender tal grado de universalidad, no basta con estudiar a los turistas que nos visitan por el fin de semana. Hay que estudiar a aquellos que dejan todo para vivir acá ¿Qué inspira a tantos nuevos inmigrantes a dejarlo todo para asentarse en nuestro puerto? Solo cuando seamos capaces de explicar lo anterior, habremos aprendido algo sobre la universalidad de Valparaíso.
Nuestros nuevos inmigrantes—siendo originarios de Milwaukee, Belfast, Bremen, Montpelier, Montreal, o Santiago—están aquí por algo. Están aquí porque Valparaíso, nuestro Valparaíso, les llena un vacío. Están aburridos de vivir en ciudades que cada vez más se parecen a Atlanta o Dallas. Se sienten sofocados habitando suburbios donde nadie conoce su nombre. Les colmó que cualquier trámite requiere subirse a un auto para manejar quince minutos hasta el mall más cercano.
En Valparaíso, han descubierto que sus vecinos tienen nombres como “La Pollita” o la inolvidable “Señora Leyla”. Se deleitan comprando pan batido en la Panadería Guria, haciendo la fila por un salame polaco en la fiambrería Sethmacher, o esperando mientras envuelven su cuarto de azúcar con dos huevos en el almacén “La Veleta”.
En los 60’ los buscadores del mundo llegaban a lugares como Katmandú. En los 80’ llegaron a Cuzco. Ahora, la misma búsqueda los lleva a Valparaíso. Vienen a Valparaíso a despertar de la pesadilla. Ya no quieren gastar una vida esforzada en llegar desde el punto A al punto B. Vienen a Valparaíso a despertar. Vienen a Valparaíso a gozar el camino.
Lo de Cuzco, Katmandú, y Valparaíso no tengo duda. Lo que si me preocupa es, si tras tanto puñetazo, estaremos aun despiertos para darnos cuenta.
jueves, 3 de abril de 2008
Me Moriré en Valparaíso
En París hay una pequeña plazuela con unas bancas y unos faroles. A un costado hay un colegio donde los jóvenes se escapan a mediodía para jugar a la pelota o pololear en la banca debajo del farol de fierro forjado. Parece una escena que se repite en centenares de plazas en la Ciudad Luz, pero algo aquí es diferente.
Detrás de la banca hay un rústico edificio del siglo 19, como mil otros en París, y en el segundo piso hay un departamento lúgubre como tantos otros. Solo que ésta es diferente. Ésta tenía un inquilino especial: el gran poeta Peruano, Cesar Vallejo.
¿Qué porcentaje de estos niños saben que Cesar Vallejo caminaba por allí, que escribía en esta banca? Sospecho que ninguno sabe siquiera quien era Cesar Vallejo. Pero para un poeta como yo, o para un Peruano, esta banca ES importante. Y este edificio. Y este farol.
Tanto los parisinos como los porteños somos custodios de un patrimonio que no pertenece a nosotros. Pertenece a toda la humanidad. A muchos chilenos puede que les interese saber que hay un café en Montmarte donde Vicente Huidobro hacia tertulia con George Braque, Max Ernst y Joan Miró. Que artista no sentiría escalofríos al pisar el taller donde Picasso concibió Les Demoiselles D’Avignon. Cuantos escritores visitan el bar donde Hemingway terminó Adiós a las Armas y Henry Miller empezó Trópico de Cáncer.
Pero las últimas tres veces que me ha tocado dictar charlas sobre Valparaíso EN VALPARAÍSO, hice un experimento y los resultados no fueron alentadores. A cada grupo les pregunté: Levante la mano el que sepa dónde vivió Rubén Darío en Valparaíso. Tres charlas. Más de 500 personas. Ni una. Levante la mano quien ha leído las impresiones de Valparaíso escritos en los diarios de vida de Charles Darwin. Nada. Levante la mano quien sabe donde se hundió el USS Essex. Cero.
John Whistler es el pintor más importante que ha producido Estados Unidos en su historia y su paso por Valparaíso dejó nueve cuadros que hoy día cuelgan en museos tan importantes como el Smithsonian, el Tate Modern de Londres, y el Hunterian de Glasgow. ¿Los porteños? Ni idea.
Pero esta columna se trata de mucho más que “los famosos” que pasaron por Valparaíso, pues el mismo embrujo que sedujo a tanto famoso sigue en el aire hoy día, aunque nosotros, puede que lo hemos dejado de percibir. No pasa ni un mes que no reciba algún correo de algún rincón exótico del mundo solicitando que les ayude a indagar información sobre las huellas de algún pariente que vivió, se enamoró, o murió en Valparaíso. Nosotros custodiamos todo esto. Custodiamos su melancolía y su soledad—del mismo modo en que los Parisinos custodian la banca donde alguien escribió:
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...
Detrás de la banca hay un rústico edificio del siglo 19, como mil otros en París, y en el segundo piso hay un departamento lúgubre como tantos otros. Solo que ésta es diferente. Ésta tenía un inquilino especial: el gran poeta Peruano, Cesar Vallejo.
¿Qué porcentaje de estos niños saben que Cesar Vallejo caminaba por allí, que escribía en esta banca? Sospecho que ninguno sabe siquiera quien era Cesar Vallejo. Pero para un poeta como yo, o para un Peruano, esta banca ES importante. Y este edificio. Y este farol.
Tanto los parisinos como los porteños somos custodios de un patrimonio que no pertenece a nosotros. Pertenece a toda la humanidad. A muchos chilenos puede que les interese saber que hay un café en Montmarte donde Vicente Huidobro hacia tertulia con George Braque, Max Ernst y Joan Miró. Que artista no sentiría escalofríos al pisar el taller donde Picasso concibió Les Demoiselles D’Avignon. Cuantos escritores visitan el bar donde Hemingway terminó Adiós a las Armas y Henry Miller empezó Trópico de Cáncer.
Pero las últimas tres veces que me ha tocado dictar charlas sobre Valparaíso EN VALPARAÍSO, hice un experimento y los resultados no fueron alentadores. A cada grupo les pregunté: Levante la mano el que sepa dónde vivió Rubén Darío en Valparaíso. Tres charlas. Más de 500 personas. Ni una. Levante la mano quien ha leído las impresiones de Valparaíso escritos en los diarios de vida de Charles Darwin. Nada. Levante la mano quien sabe donde se hundió el USS Essex. Cero.
John Whistler es el pintor más importante que ha producido Estados Unidos en su historia y su paso por Valparaíso dejó nueve cuadros que hoy día cuelgan en museos tan importantes como el Smithsonian, el Tate Modern de Londres, y el Hunterian de Glasgow. ¿Los porteños? Ni idea.
Pero esta columna se trata de mucho más que “los famosos” que pasaron por Valparaíso, pues el mismo embrujo que sedujo a tanto famoso sigue en el aire hoy día, aunque nosotros, puede que lo hemos dejado de percibir. No pasa ni un mes que no reciba algún correo de algún rincón exótico del mundo solicitando que les ayude a indagar información sobre las huellas de algún pariente que vivió, se enamoró, o murió en Valparaíso. Nosotros custodiamos todo esto. Custodiamos su melancolía y su soledad—del mismo modo en que los Parisinos custodian la banca donde alguien escribió:
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...
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