La declaración de quiebre de los ascensores Monjas, Florida, y Mariposa rompió el espíritu de muchos, quienes ven en ella una metáfora de años de promesas no cumplidas. Un empresario me lo resumió así: “No estoy convencido que haya sido beneficioso para Valparaíso haber sido nombrado Patrimonio de la Humanidad.”
Cara de palo. A todos mis amigos, y a todos quienes aun no los son, les suplico: nos se desanimen. No podemos entender el renacimiento de Valparaíso como si fuera una línea recta o una simple curva siempre ascendiente. Esto no es una película, es una trilogía.
La primera entrega se llamó “La Postulación”. Se refiere a los años 1998-2003. Me encantó. En esta película, la ciudad de Valparaíso, sumergido en un trance de fatalismo y decadencia total, encarcelado por el abandono y el centralismo, empieza a despertar. Ya en ’98, surgieron las primeras notas en revistas y periódicos Santiaguinos: “Valparaíso sueña con ser Patrimonio de la Humanidad.” Los Santiaguinos se rieron a carcajadas. ¿Valparaíso en la misma lista de Praga, París, Venecia, y San Petersburgo? “Un bluf”, dijeron.
Pero poco a poco, la película “La Postulación” encontró sus personajes, sus héroes, su voz, su sueño. Se trató de una película épica, quijotesca, transversal. ¿Lo más lindo? Sus protagonistas no pertenecieron a ningún sector político ni a ninguna ideología en particular. Poco a poco, se conquistaría la imaginación de una ciudad, de un Presidente (Lagos), de un país.
Me encantó esta película. Terminó aquel mítico día de 2003, con los bocinazos de los barcos, con los fuegos artificiales. George Lucas no podría haberlo hecho mejor.
La segunda entrega de nuestra trilogía se llamó “La Desidia Contraataca”. Abre con un sorpresivo episodio: la caída de un alcalde todopoderoso. Llegaría un nuevo equipo al poder. Este prometería “borrón y cuenta nueva”. Pero, de a poco, se abrirían los apetitos y las ambiciones personales. Se daría la espalda a muchos héroes de la primera película. ¿Los pocos que quedaron? Se dividirían en distintas bandas. Esta película no es de mis favoritos. Pero era necesaria. Sin esta difícil segunda entrega, no habría sido posible llegar a la culminación que hoy día nos convoca.
Así, mis amigos porteños: no se desesperen. Estamos recién entrando la parte más importante de nuestra trilogía. Está llegando nuestro gran momento. La gran pelea nos acerca.
Nuestra tercera película se llamará “La Lucha para la Ley Valparaíso”. Se trata de convencer el país, ad portas del bicentenario de la nación, que Valparaíso, y no Santiago, está llamado a llevar Chile donde quiere ir. Inspirado por “La Joya del Pacífico”, veremos un Chile que no se define exclusivamente por la arrogancia del poder económico; veremos un Chile que se define por su alma, su gente, su historia, su espíritu, su ser. Chile, país marítima, será liderado una vez más por su Alma porteña. Así, ánimo compañeros. Estamos llamados a hacer historia.
Esta película recién comienza.
domingo, 18 de octubre de 2009
domingo, 11 de octubre de 2009
El pecado de no soñar
En ’93, mis amigos santiaguinos me informaron: “Si vas a vivir en Chile, tienes que tener un equipo de futbol”. Todos eran de Colo Colo, la Católica o la U. Así, en protesta, escogí a Deportes Temuco. Mis amigos se reían a carcajadas.
En esta época, había un solo torneo largo. Así, durante 6 meses, fui víctima de las embestidas, bromas, y tallas de amigos que se deleitaban en verme sufrir. Mi pobre equipo, que no contaba con ninguna figura relevante, agonizaba semana tras semana, tratando de meterse en la parte media de la tabla.
De repente, un milagro. Faltando 7 fechas, la defensa de Temuco se convirtió en una muralla imbatible. Pasaron 1, 2, 3, 4 partidos sin que les metieran un solo gol. Mis amigos no lo podían creer. El pequeño Deportes Temuco, “mi Deportes Temuco”, subía en la tabla. Faltando dos fechas, quedaba una leve chance matemática para clasificar a la liguilla de la Copa Libertadores. Temuco ganó las dos: 1-0 y 1-0. Clasificó. Mis amigos incrédulos. Disputaríamos un cupo en la Copa. ¿El rival? El poderoso Universidad Católica, finalista continental el año anterior.
Mi polola, Pilar, hoy día mi señora, me llevó al estadio San Carlos de Apoquindo. Me compré una pequeña bandera verde.
Durante 85 minutos, nos atacaban por todas las frentes. Temuco aguantaba. Yo sufría. Mientras nos acercábamos a los penales, me ilusionaba con ver la cara de mis amigos cuando apareciera el lunes en la Sala de Profesores con un diario en la mano: ¿El titular? “David derrota a Goliat”.
Pero en el minuto ’87 llegó el gol de la Católica. Allí, aprendí una lección que me sigue inspirando hasta hoy: En futbol, como en la vida, el equipo que se dedica a defender, termina perdiendo.
Sé que suena superficial, pero me marcó. 5 años después, en 1998, durante mi primera entrevista tras crear la Fundación Valparaíso, dije: “Valparaíso me parece un equipo de futbol que se dedica a defender. Defendemos al Edificio Cousiño. Defendemos a los troles. Defendemos los ascensores. Es importante saber defender. Agradecemos a los defensores. Pero no se puede vivir defendiendo. Se agota. Hay que elaborar sueños, buscar recursos, gestar proyectos. Hay que salir a la cancha a marcar goles.”
Veamos el caso ascensores. La gran vergüenza de Chile no es no haberlos defendido. La gran vergüenza de Chile es no haberlos “soñado”, no haber entendido lo que pueden significar. Para Chile, los ascensores de Valparaíso deben ser Machu Pichu, la Torre de Pisa, el puente Golden Gate. En el caso ascensores, a Chile le faltó marcar el gol en la puerta del arco.
Una anécdota final: En ‘95, ya viviendo en el Puerto, fui a Playa Ancha para un partido Temuco-Wanderers. Durante el segundo tiempo, se anunció el ingresó de un jugador. El público aplaudió a rabiar. “¿Qué pasa?” pregunté a un amigo. “El cabro que acaba de ingresar es juvenil. Tiene 16 años”, me dijo. Era David Pizarro. Mi aventura con Temuco se acabó allí mismo.
Viva el Wanderito.
En esta época, había un solo torneo largo. Así, durante 6 meses, fui víctima de las embestidas, bromas, y tallas de amigos que se deleitaban en verme sufrir. Mi pobre equipo, que no contaba con ninguna figura relevante, agonizaba semana tras semana, tratando de meterse en la parte media de la tabla.
De repente, un milagro. Faltando 7 fechas, la defensa de Temuco se convirtió en una muralla imbatible. Pasaron 1, 2, 3, 4 partidos sin que les metieran un solo gol. Mis amigos no lo podían creer. El pequeño Deportes Temuco, “mi Deportes Temuco”, subía en la tabla. Faltando dos fechas, quedaba una leve chance matemática para clasificar a la liguilla de la Copa Libertadores. Temuco ganó las dos: 1-0 y 1-0. Clasificó. Mis amigos incrédulos. Disputaríamos un cupo en la Copa. ¿El rival? El poderoso Universidad Católica, finalista continental el año anterior.
Mi polola, Pilar, hoy día mi señora, me llevó al estadio San Carlos de Apoquindo. Me compré una pequeña bandera verde.
Durante 85 minutos, nos atacaban por todas las frentes. Temuco aguantaba. Yo sufría. Mientras nos acercábamos a los penales, me ilusionaba con ver la cara de mis amigos cuando apareciera el lunes en la Sala de Profesores con un diario en la mano: ¿El titular? “David derrota a Goliat”.
Pero en el minuto ’87 llegó el gol de la Católica. Allí, aprendí una lección que me sigue inspirando hasta hoy: En futbol, como en la vida, el equipo que se dedica a defender, termina perdiendo.
Sé que suena superficial, pero me marcó. 5 años después, en 1998, durante mi primera entrevista tras crear la Fundación Valparaíso, dije: “Valparaíso me parece un equipo de futbol que se dedica a defender. Defendemos al Edificio Cousiño. Defendemos a los troles. Defendemos los ascensores. Es importante saber defender. Agradecemos a los defensores. Pero no se puede vivir defendiendo. Se agota. Hay que elaborar sueños, buscar recursos, gestar proyectos. Hay que salir a la cancha a marcar goles.”
Veamos el caso ascensores. La gran vergüenza de Chile no es no haberlos defendido. La gran vergüenza de Chile es no haberlos “soñado”, no haber entendido lo que pueden significar. Para Chile, los ascensores de Valparaíso deben ser Machu Pichu, la Torre de Pisa, el puente Golden Gate. En el caso ascensores, a Chile le faltó marcar el gol en la puerta del arco.
Una anécdota final: En ‘95, ya viviendo en el Puerto, fui a Playa Ancha para un partido Temuco-Wanderers. Durante el segundo tiempo, se anunció el ingresó de un jugador. El público aplaudió a rabiar. “¿Qué pasa?” pregunté a un amigo. “El cabro que acaba de ingresar es juvenil. Tiene 16 años”, me dijo. Era David Pizarro. Mi aventura con Temuco se acabó allí mismo.
Viva el Wanderito.
domingo, 4 de octubre de 2009
¿Que diría don Fernando?
Conocí a don Fernando Friedmann en 2000, cuando propuse regalarle un estudio integral sobre sus 9 funiculares. La idea era la siguiente: Hacer un diagnóstico sobre la condición de cada ascensor; calcular la inversión que se requería para la restauración integral; catastrar los bienes y activos asociados; entregar un diagnóstico financiero; desarrollar un plan de negocios sostenible; elaborar ante-proyectos para la recuperación de las estaciones; estudiar la factibilidad de negocios turísticos complementarios y, finalmente, explorar vías de financiamiento para implementar dicho plan.
“¿Y esta maravilla, cuánto me va a costar?”, me preguntó don Fernando. Con 90 años a cuestas, no tenía un pelo de tonto. “Cero”, le dije. Postularíamos a fondos CORFO por la mitad, Fundación Valparaíso (FV) la otra.
Con su visto bueno, armamos un equipo de 7 profesionales. Seis meses después entregamos nuestro informe de más de 300 páginas. ¿Conclusiones? Los funiculares tenían un potencial interesante. Pero la empresa estaba “patas pa’ arriba”. Por su avanzada edad, don Fernando se había alejado del día a día de la compañía. A consecuencia, el sindicato, representando a unos 70 empleados, virtualmente controlaba la empresa. Después de estudiar los acuerdos de negociación colectiva con empresarios expertos en la materia, llegamos a la conclusión de que ningún inversionista serio daría un peso por el negocio.
¿Peor aun? A pesar de ser 9 monumentos nacionales reconocidos como “uno de los 100 tesoros de la humanidad en mayor peligro de desaparecer”, ningún filántropo, ni ninguna fundación extranjera, podrían inyectarles recursos, aunque quisieran. ¿Por qué? Porque no se puede donar a empresas privadas; sólo a instituciones sin fines de lucro reconocidas como tales. Así, le propuse a don Fernando: “Si Ud. estuviera de acuerdo, yo podría explorar la factibilidad de que FV se hiciera cargo”. “Hágalo”, me dijo.
Trabajé codo a codo con el Comité Calificador de Donaciones del MINEDUC para conseguir la aprobación y adquirir los ascensores vía Ley de Donaciones Culturales: un proyecto sui generis. Se portaron un siete. Después de unos meses, tuvimos la aprobación en la mano. Viajé a Miami, Nueva York, San Francisco, Los Angeles y Chicago, apoyado por los cónsules respectivos. Me reuní con filántropos y chilenos exitosos, y fui sumando apoyos. En el camino logré atraer el interés de empresarios locales para gestar proyectos turísticos complementarios. Después de 2 años, 20 mil kilómetros recorridos y unas mil horas de trabajo ad honorem, le hice una oferta para que FV adquiriera sus 9 ascensores.
“Estoy de acuerdo”, me dijo, “sólo falta la opinión de mis yernos”. Estos me dijeron: “Gracias, pero no. Nosotros nos vamos a hacer cargo”. Sentí una pena indescriptible, una pena que, 8 años después, vuelve a surgir. Don Fernando se nos fue. Ahora pido que el gobierno intervenga, para que los ascensores Florida, Villaseca, Monjas, y Mariposas no le sigan.
“¿Y esta maravilla, cuánto me va a costar?”, me preguntó don Fernando. Con 90 años a cuestas, no tenía un pelo de tonto. “Cero”, le dije. Postularíamos a fondos CORFO por la mitad, Fundación Valparaíso (FV) la otra.
Con su visto bueno, armamos un equipo de 7 profesionales. Seis meses después entregamos nuestro informe de más de 300 páginas. ¿Conclusiones? Los funiculares tenían un potencial interesante. Pero la empresa estaba “patas pa’ arriba”. Por su avanzada edad, don Fernando se había alejado del día a día de la compañía. A consecuencia, el sindicato, representando a unos 70 empleados, virtualmente controlaba la empresa. Después de estudiar los acuerdos de negociación colectiva con empresarios expertos en la materia, llegamos a la conclusión de que ningún inversionista serio daría un peso por el negocio.
¿Peor aun? A pesar de ser 9 monumentos nacionales reconocidos como “uno de los 100 tesoros de la humanidad en mayor peligro de desaparecer”, ningún filántropo, ni ninguna fundación extranjera, podrían inyectarles recursos, aunque quisieran. ¿Por qué? Porque no se puede donar a empresas privadas; sólo a instituciones sin fines de lucro reconocidas como tales. Así, le propuse a don Fernando: “Si Ud. estuviera de acuerdo, yo podría explorar la factibilidad de que FV se hiciera cargo”. “Hágalo”, me dijo.
Trabajé codo a codo con el Comité Calificador de Donaciones del MINEDUC para conseguir la aprobación y adquirir los ascensores vía Ley de Donaciones Culturales: un proyecto sui generis. Se portaron un siete. Después de unos meses, tuvimos la aprobación en la mano. Viajé a Miami, Nueva York, San Francisco, Los Angeles y Chicago, apoyado por los cónsules respectivos. Me reuní con filántropos y chilenos exitosos, y fui sumando apoyos. En el camino logré atraer el interés de empresarios locales para gestar proyectos turísticos complementarios. Después de 2 años, 20 mil kilómetros recorridos y unas mil horas de trabajo ad honorem, le hice una oferta para que FV adquiriera sus 9 ascensores.
“Estoy de acuerdo”, me dijo, “sólo falta la opinión de mis yernos”. Estos me dijeron: “Gracias, pero no. Nosotros nos vamos a hacer cargo”. Sentí una pena indescriptible, una pena que, 8 años después, vuelve a surgir. Don Fernando se nos fue. Ahora pido que el gobierno intervenga, para que los ascensores Florida, Villaseca, Monjas, y Mariposas no le sigan.
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