Un lector reclama: “¿A qué intereses representa Ud.? Con una columna semanal ocupa más espacio que todas las organizaciones a las cuales denosta.”
Tiene toda la razón.
Me recuerda un viejo chiste del Medio Este de EE.UU. En ello, un hombre, llamémoslo Pepe, devastado por una ruptura amorosa, se prepara para lanzarse de un puente al vacio. Se le acerca otro hombre, Mario, intento a salvarlo. “¿Ud. cree en Dios?” pregunta Mario al sufrido. “Si”, contesta Pepe, “soy cristiano”. “Yo también”, dice Mario, “¿Cual es su credo?”
“Soy protestante”, afirma Pepe. “¡Qué emoción!” contesta Mario, “yo también. ¿A qué iglesia pertenece?” “La luterana”, contesta Pepe. “No lo puedo creer”, dice Mario emocionado. “Yo, también soy luterano. ¿Qué corriente enseña su pastor?”
“Se bautizó en el Sínodo de Missouri”. A esta altura, Mario no puede creer su suerte. Se le caen las lágrimas. “¡La mía también es del Sínodo de Missouri, hermano!” Los dos se abrazan.
Al Mario le queda una sola pregunta: “¿Su Sínodo es el de la primera o segunda revisión?”
“Segunda”, contesta Pepe.
“Traidor”, dice Mario y empuja a Pepe al río.
Mis amigos protestantes me perdonarán, pero no se me ocurre otra anécdota para ilustrar las pequeñeces que separan tanta gente valiosa en Valparaíso.
Hoy, no basta haber trabajado codo a codo para sacar adelante la postulación ante la UNESCO; no basta haber compartido en simposios, conferencias, y programas de televisión. No basta haber luchado juntos, durante años, en un sinnúmero de causas. No basta haber gestado docenas de proyectos en beneficio del Puerto. Hoy, todo esto no vale. Solo importa que uno, tras larga contemplación, haya llegado a una conclusión distinta en uno de los proyectos emblemáticos que caracterizan nuestro debate. Basta con eso. Ya eres un vendido. Un traidor.
¿Lo más triste? Valparaíso necesita a todos sus luchadores. No sobra ninguno. El problema no es el diálogo. Es el tono. Es el apuro de descalificar.
Así, a mi lector descontento, le ahorraré un mal rato. No hace falta investigar “el gato encerrado” del Gringo. Aquí va. Los intereses que represento: A Isaac Newton, por haber descubierto, matemáticamente, la arquitectura invisible del universo. A Shakespeare, por Falstaff. A Mark Twain, por Huckleberry Finn. A Bob Dylan, por enseñarme que se pueden vivir docenas de vidas en una sola encarnación. A “Le Pont de Avignon”, por su crema de la estación. Al ingeniero Federico Page, por el Ascensor Polanco. A Rilke por haber escrito “El Hombre que Nos Mira”. Y a Copérnico, a quien, una vez, dedique los siguientes versos torpes: “es mejor ser un miracielos insignificante,/ un punto más dentro de la infinitud,/ la capital de nada, que aferrarse a ilusiones/ que desvanecen ante el impasible fulgor de las estrellas.”
domingo, 30 de agosto de 2009
sábado, 15 de agosto de 2009
La lluvia de Valparaíso
Esta semana preparaba un escrito sobre el Congreso y los dichos del ministro del Interior, el que defiende a los parlamentarios de la pistola acusatoria del juez de Casablanca. El que dice: “El Congreso no ha hecho nada por Valparaíso”.
“Estoy completamente de acuerdo”, había escrito. A continuación elaboré una seguidilla de insultos; pero justo me interrumpió la lluvia. La lluvia de Valparaíso.
Es que mis dos lluvias favoritas son la de Puyehue y la de Valparaíso. En la primera se escucha el murmullo de tepas, ulmos, mañíos y coigües. Se imagina el cantar de los musgos. Se siente la sangre crecer como las cascadas buscando el río. Las lluvias porteñas son diferentes. Parten anunciadas por el viento norte. De repente se siente chillar las bisagras, temblar los cristales, y llueve.
Caídas las primeras gotas, el viento vuelve cruzado. Hay un zumbido que huele a soliloquio: Algún marinero perdido; alguna mujer que éste dejó esperando en algún rincón del Puerto.
Hay algo sobre el tintineo de las gotas sobre los adoquines. Nos pone nostálgicos. En ello detecto el susurro de Pablo Neruda: “La mojada/ tarde me trae la voz, la voz deseada,/ de mi padre que vuelve y que no ha muerto”. Cuando llueve en el cerro San Juan de Dios dejan de cantar las avecillas. En su estruendoso vacío, siento los acordes de la guitarra del Gitano Rodríguez.
Imposible estar enojado cuando llueve en Valparaíso. La lluvia porteña nos limpia el cuerpo y el alma.
Así, volvamos a los parlamentarios, al ministro del Interior. Estimados honorables, señoras y señores… Les perdono. Les perdono que, en 20 años de sesionar en una de las ciudades más extraordinarias del mundo, no se hayan dado cuenta de nada. Lamento que no tengan idea de las maravillas que les envuelven. Su indiferencia es elocuente. Es obvio que no saben nada de Valparaíso.
No saben, por ejemplo, que el día después de la lluvia se ve el Aconcagua en todo su esplendor. Maria Graham lo vio. Igual Charles Darwin y Whistler, que lo pintó. Pero Uds. no lo han visto. Curioso. Tampoco han probado el salame polaco de “Sethmacher”, o hecho la fila para comprar en la “Guria”. No han visitado el taller del Loro Coirón, a tomar un café con él mientras atardece sobre la torre de la Matriz, que queda tan cerca de su balcón que da la sensación que puedes extender una mano y tocarla. No han vivido señores y señoras.
No conocen ningún ascensor que no lleve al “Turri”. Nunca han visto como la luna llena aparece anaranjada sobre el cerro Barón. No han pololeado en el jardín “Liguria”, debajo del mirador Camogli. En “La Mangiata”, no preparan ninguna pizza con sus nombres. Qué pena. Qué pena para Uds.
Pero hay esperanza, señores honorables. Sólo hay que bajar un poco “la velocidad” en la vida. La lluvia porteña les espera.
“Estoy completamente de acuerdo”, había escrito. A continuación elaboré una seguidilla de insultos; pero justo me interrumpió la lluvia. La lluvia de Valparaíso.
Es que mis dos lluvias favoritas son la de Puyehue y la de Valparaíso. En la primera se escucha el murmullo de tepas, ulmos, mañíos y coigües. Se imagina el cantar de los musgos. Se siente la sangre crecer como las cascadas buscando el río. Las lluvias porteñas son diferentes. Parten anunciadas por el viento norte. De repente se siente chillar las bisagras, temblar los cristales, y llueve.
Caídas las primeras gotas, el viento vuelve cruzado. Hay un zumbido que huele a soliloquio: Algún marinero perdido; alguna mujer que éste dejó esperando en algún rincón del Puerto.
Hay algo sobre el tintineo de las gotas sobre los adoquines. Nos pone nostálgicos. En ello detecto el susurro de Pablo Neruda: “La mojada/ tarde me trae la voz, la voz deseada,/ de mi padre que vuelve y que no ha muerto”. Cuando llueve en el cerro San Juan de Dios dejan de cantar las avecillas. En su estruendoso vacío, siento los acordes de la guitarra del Gitano Rodríguez.
Imposible estar enojado cuando llueve en Valparaíso. La lluvia porteña nos limpia el cuerpo y el alma.
Así, volvamos a los parlamentarios, al ministro del Interior. Estimados honorables, señoras y señores… Les perdono. Les perdono que, en 20 años de sesionar en una de las ciudades más extraordinarias del mundo, no se hayan dado cuenta de nada. Lamento que no tengan idea de las maravillas que les envuelven. Su indiferencia es elocuente. Es obvio que no saben nada de Valparaíso.
No saben, por ejemplo, que el día después de la lluvia se ve el Aconcagua en todo su esplendor. Maria Graham lo vio. Igual Charles Darwin y Whistler, que lo pintó. Pero Uds. no lo han visto. Curioso. Tampoco han probado el salame polaco de “Sethmacher”, o hecho la fila para comprar en la “Guria”. No han visitado el taller del Loro Coirón, a tomar un café con él mientras atardece sobre la torre de la Matriz, que queda tan cerca de su balcón que da la sensación que puedes extender una mano y tocarla. No han vivido señores y señoras.
No conocen ningún ascensor que no lleve al “Turri”. Nunca han visto como la luna llena aparece anaranjada sobre el cerro Barón. No han pololeado en el jardín “Liguria”, debajo del mirador Camogli. En “La Mangiata”, no preparan ninguna pizza con sus nombres. Qué pena. Qué pena para Uds.
Pero hay esperanza, señores honorables. Sólo hay que bajar un poco “la velocidad” en la vida. La lluvia porteña les espera.
sábado, 1 de agosto de 2009
Escondites
¿Se acuerdan del banderero de la calle Villaseca? Lo extraño mucho. Nos veíamos cada vez que paseaba por Playa Ancha. Mi ruta contemplaba la Avenida Gran Bretaña con sus casas neogóticas y sus torreones “sombrero de bruja”. Estaba el pasaje Harrington, la casa del “Gitano”, el “Museo del Automóvil” y el inmenso nogal que vigila la casona construida por Luis Alberto González, el primer alcalde de Valparaíso. Pero lo que más me fascinaba era perderme entre las calles Necochea, Patricio Lynch, Santa María y Argomedo. Allí se encuentra la casa de los 8 querubines (Necochea 495). Llego al lugar y mi ajetreo mental se desvanece. ¿Problemas? ¿Estrés? Allí te envuelve la brisa que sube desde San Mateo. Tranquilidad total.
Es un barrio con muchas casitas de adobe, la mayoría de un piso y con fachada continua. Pero en la calle Santa María sorprenden los melancólicos caserones ingleses, sus antejardines guardados por pinos, araucarias y un par de matas de flor de la pluma. Postularía tales matas como monumentos nacionales.
Pero el progreso, dicen algunos, es inevitable. Oponerse a ello es como oponerse a la ley de gravedad. Así, cuando algún genio decidió que la calle Villaseca, tal vez mi calle favorita en Valparaíso, debía convertirse solamente en bajada, no recuerdo ningún escándalo en los diarios. Sencillamente, de un día para otro, apareció un letrero que decía “No doblar”, abajo, en la esquina de Taqueadero.
Tal vez era obvio. Es estrechísimo. Los adoquines no soportan más. La calle tiene más de 120 años. Serpentea entre los oxidados pilares de un funicular centenario. ¿Qué turista resistiría quedarse congelado admirando tal espectáculo? La posibilidad de un choque frontal es real.
Pero nunca pasaba nada, pues siempre tuvimos a nuestro fiel banderero acampado en la última curva, esperando a la sombra del ascensor. Por la módica suma de una sonrisa (y una moneda a elección), el desenlace feliz estaba asegurado.
Así, en honor a mi desaparecido amigo, propongo que cada porteño empiece a elaborar su propia lista de escondites: lugares mágicos, lugares que tengan un significado especial, lugares que no deberían desaparecer.
Ojalá que no sean tan obvios. ¿Paseo Yugoslavo? ¿Pasaje Bavestrello? ¿Atkinson y Gervasoni? Ya están protegidos. Pero Valparaíso tiene miles de escondites más.
Nuestro alcalde es un fiel admirador del gigantesco gomero de la Avenida Brasil, esquina Eleuterio Ramírez. Me parece fantástico. Tengo una vecina que cuida el pasaje Chopin. En la calle Prefecto Lazo del cerro Florida, todos los vecinos participan. Allí, las luces de Navidad son un espectáculo. Las flores cuelgan de cada balcón.
Ojalá que el progreso no descubra nunca la Plaza del Cerro Yungay, escondida entre Enrique Budge y Voltaire. ¡Que cada porteño plante una flor en este lugar!
El patrimonio se cuida mejor gozándolo. Así, adiós Sr. Banderero. Te extrañamos mucho. Dios está en los detalles.
Es un barrio con muchas casitas de adobe, la mayoría de un piso y con fachada continua. Pero en la calle Santa María sorprenden los melancólicos caserones ingleses, sus antejardines guardados por pinos, araucarias y un par de matas de flor de la pluma. Postularía tales matas como monumentos nacionales.
Pero el progreso, dicen algunos, es inevitable. Oponerse a ello es como oponerse a la ley de gravedad. Así, cuando algún genio decidió que la calle Villaseca, tal vez mi calle favorita en Valparaíso, debía convertirse solamente en bajada, no recuerdo ningún escándalo en los diarios. Sencillamente, de un día para otro, apareció un letrero que decía “No doblar”, abajo, en la esquina de Taqueadero.
Tal vez era obvio. Es estrechísimo. Los adoquines no soportan más. La calle tiene más de 120 años. Serpentea entre los oxidados pilares de un funicular centenario. ¿Qué turista resistiría quedarse congelado admirando tal espectáculo? La posibilidad de un choque frontal es real.
Pero nunca pasaba nada, pues siempre tuvimos a nuestro fiel banderero acampado en la última curva, esperando a la sombra del ascensor. Por la módica suma de una sonrisa (y una moneda a elección), el desenlace feliz estaba asegurado.
Así, en honor a mi desaparecido amigo, propongo que cada porteño empiece a elaborar su propia lista de escondites: lugares mágicos, lugares que tengan un significado especial, lugares que no deberían desaparecer.
Ojalá que no sean tan obvios. ¿Paseo Yugoslavo? ¿Pasaje Bavestrello? ¿Atkinson y Gervasoni? Ya están protegidos. Pero Valparaíso tiene miles de escondites más.
Nuestro alcalde es un fiel admirador del gigantesco gomero de la Avenida Brasil, esquina Eleuterio Ramírez. Me parece fantástico. Tengo una vecina que cuida el pasaje Chopin. En la calle Prefecto Lazo del cerro Florida, todos los vecinos participan. Allí, las luces de Navidad son un espectáculo. Las flores cuelgan de cada balcón.
Ojalá que el progreso no descubra nunca la Plaza del Cerro Yungay, escondida entre Enrique Budge y Voltaire. ¡Que cada porteño plante una flor en este lugar!
El patrimonio se cuida mejor gozándolo. Así, adiós Sr. Banderero. Te extrañamos mucho. Dios está en los detalles.
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