Viernes al anochecer en la Plaza Sotomayor. Luna llena. Viento revuelto. Miles de porteños repletando las graderías. Los carabineros ordenan el tránsito. La empresa de seguridad revisa las credenciales. Desde el martes, los porteños habíamos observado con asombro el montaje del lujoso escenario con su espalda a la ex Intendencia Regional, con dos pantallas de 6 por 4 metros y una gigantesca grúa de 7 pisos. Ahora ha llegado la hora. Nuestras autoridades llegan en trole desde el Congreso. A su lado, la directiva de la Fundación Fórum. Sentados en el piso, un mar de periodistas. Tras bambalinas, esperan más de veinticinco músicos y actores, junto a la directora artística, Aliki Constancio. A los dos costados, se estiran la treintena de bailarines y acróbatas; los demás actores, la comparsa, los cantantes. Corren los tramoyistas. Los iluminadores y sonidistas afinan sus perillas.
Solo falta el perro.
Llegó el perro. Justo cuando los primeros bailarines entraban en escena, cuando la cantante Lorna Guzmán hacía su triunfal entrada con prosa de Pablo Neruda aludiendo a Neptuno, escoltado en su trono de mar y viento, apareció un perro en la primera fila de la Plaza Sotomayor.
Hace 4 años, cuando se decretó que la Joya del Pacífico sucedería a Barcelona y Monterrey como sede del Fórum Universal de las Culturas, se descorcharon el champagne en el Palacio de La Moneda. En Valparaíso, se anunció: Chile montaría una verdadera "olimpiada de las artes". El Puerto recibiría el Mundo con nuevos espacios culturales, como la Tornamesa y el Centro Cultural de la ex Cárcel. Para la inauguración, se hablaba de un desfile de presidentes y primeros ministros, todos reunidos para presenciar un espectáculo protagonizado por artistas chilenos de exportación mundial, como Beto Cuevas, Verónica Villarroel, y Cristina Gallardo Domas.
Ya sabemos el cuento: la Concertación perdió la alcaldía y se lavó las manos del Fórum. El nuevo Presidente prometió su apoyo, pero el terremoto...
Igual hubo pequeños aportes: la Subdere y el FNDR. En total, el presupuesto del tercer Fórum sería aproximadamente 1,5% del primero y menos de 2,5% del segundo. Chile, otra vez, había dejado a Valparaíso solo. Pero no digas esto al alcalde. No digas esto al centenar de artistas porteños que dejó su alma en la Plaza Sotomayor el viernes en la noche.
Volvemos al perro. Cuando entró sentí un leve pánico entre los asistentes. Pero mi señora y yo teníamos una sonrisa de oreja a oreja. "Valparaíso está presente", le dije. Es más, ¿Dónde estaban las máximas autoridades del país? El Presidente había postergado su viaje a Europa por los mineros. Lo perdonamos. ¿Pero los ministros? ¿Y los cuatro parlamentarios para Valparaíso? Estaba Pancho Chahuán. Grande Chahuán. ¿Y los demás?
Durante 45 días Valparaíso recibirá el mundo. Y lo hará solo. Da lo mismo. Nos quedaremos más unidos y brindaremos un digno espectáculo. Viva Valparaíso. ¿Y los críticos?
Me quedo con el perro.
domingo, 24 de octubre de 2010
domingo, 17 de octubre de 2010
Entre hortensias y nísperos
“¿Te has dado cuenta que la calle Dinamarca no es de adoquín? Es de piedra. Lo hicimos nosotros, como parte del acuerdo que permitiera, al fin, la adquisición de este terreno en 1825.” Las palabras son de Esteban Collins, Director del Cementerio de Disidentes, al iniciar nuestra caminata al cielo, entre hortensias y nísperos.
No es la primera vez que vengo, obvio. Pero nunca había entrado por Dinamarca 14, el portón patrimonial, con su escalera de mármol en forma de caracol, vigilado por misteriosos búhos esculpidos en piedra. “Durante más de un siglo”, continuaba Esteban, “nuestra convivencia fue difícil. A pocos años de abrir las puertas, hubo un terremoto. La iglesia nos echó la culpa, ‘los herejes’ y gran parte del pueblo les creyó”.
A los chilenos, les incomodan los cementerios. A mí, me fascinan. Pienso, inmediatamente, en uno de mis poemas favoritos, “Los Niños”, de William Carlos Williams (1883-1963):
De vez en cuando
encontrábamos un claro
de violetas amarrillas
no muchos
pero grandes
azules y grandes
en el bosque del cementerio
recogíamos
varios
había una familia llamado Foltette
una familia grande
con muchas tumbas de niños
así recogíamos ramos de violetas
y dejábamos uno
en cada lápida
¿Y de qué color son las violetas, después de todo? ¿Amarillas, púrpuras, o azules? No tengo idea. ¿Y cuáles son los niños referidos en el título? ¿Los Foltette? ¿O los que juegan, inocentemente, en el bosque? Nadie sabe. Gozamos el círculo de la vida. No hay porqué explicarla.
Los cementerios desnudan nuestras ambiciones. Nos vacían de ruido interno. Nos limpian por dentro y por fuera.
Pero el Cementerio de Disidentes es diferente. Es un monumento a la lucha por la libertad, un testimonio a la tolerancia y la diversidad. Aquí descansan nuestros mártires y aquellos que, habiendo nacido en tierras tan lejanas como impronunciables, optaron por morir aquí, en el último confín del mundo.
Aun así, me es difícil explicar el misterioso poder narcótico de este lugar. Tal vez, igual como en “Los Niños”, no es necesario. Basta deambular entre los apellidos Mackay, Garland, Sutherland, Hucke, Porter, Trumbull, etc. Cada vez que vengo, vuelo. Siento como si hubiera entrado a un boticario del siglo 19, con sus repisos de roble repletos de botellas cuyas etiquetas amarillentas, escritas en inglés y alemán, narran fabulosas fábulas de antaño. Y, de repente, siento que he llegado al pasillo de los perfumes, apenas perceptibles tras siglos de abandono, pero que pegan igual, fuerte, con su golpe de melancolía extraído del silencio.
No es la primera vez que vengo, obvio. Pero nunca había entrado por Dinamarca 14, el portón patrimonial, con su escalera de mármol en forma de caracol, vigilado por misteriosos búhos esculpidos en piedra. “Durante más de un siglo”, continuaba Esteban, “nuestra convivencia fue difícil. A pocos años de abrir las puertas, hubo un terremoto. La iglesia nos echó la culpa, ‘los herejes’ y gran parte del pueblo les creyó”.
A los chilenos, les incomodan los cementerios. A mí, me fascinan. Pienso, inmediatamente, en uno de mis poemas favoritos, “Los Niños”, de William Carlos Williams (1883-1963):
De vez en cuando
encontrábamos un claro
de violetas amarrillas
no muchos
pero grandes
azules y grandes
en el bosque del cementerio
recogíamos
varios
había una familia llamado Foltette
una familia grande
con muchas tumbas de niños
así recogíamos ramos de violetas
y dejábamos uno
en cada lápida
¿Y de qué color son las violetas, después de todo? ¿Amarillas, púrpuras, o azules? No tengo idea. ¿Y cuáles son los niños referidos en el título? ¿Los Foltette? ¿O los que juegan, inocentemente, en el bosque? Nadie sabe. Gozamos el círculo de la vida. No hay porqué explicarla.
Los cementerios desnudan nuestras ambiciones. Nos vacían de ruido interno. Nos limpian por dentro y por fuera.
Pero el Cementerio de Disidentes es diferente. Es un monumento a la lucha por la libertad, un testimonio a la tolerancia y la diversidad. Aquí descansan nuestros mártires y aquellos que, habiendo nacido en tierras tan lejanas como impronunciables, optaron por morir aquí, en el último confín del mundo.
Aun así, me es difícil explicar el misterioso poder narcótico de este lugar. Tal vez, igual como en “Los Niños”, no es necesario. Basta deambular entre los apellidos Mackay, Garland, Sutherland, Hucke, Porter, Trumbull, etc. Cada vez que vengo, vuelo. Siento como si hubiera entrado a un boticario del siglo 19, con sus repisos de roble repletos de botellas cuyas etiquetas amarillentas, escritas en inglés y alemán, narran fabulosas fábulas de antaño. Y, de repente, siento que he llegado al pasillo de los perfumes, apenas perceptibles tras siglos de abandono, pero que pegan igual, fuerte, con su golpe de melancolía extraído del silencio.
domingo, 3 de octubre de 2010
Escalando
El domingo pasado, a las 23:00, mientras veía “Tolerancia Cero”, envié un mensaje vía twitter: “Busco la escalera más larga de Valpo. Favor nomina su favorita con cantidad de peldaños.”
En segundos, las redes se iluminaron. Llegaron un par de nominaciones para la “Cienfuegos”, que une Serrano con la Plaza Eleuterio Ramírez. Contesté: “Sé que existe un mito que sea el más largo, pero no creo. ¿Cuántos peldaños, please? Veamos.”
Nadie sabía. Daba lo mismo. La cosa venía entretenida. Afuera, llovía a cántaros. En ciberespacio, porteños desde Suecia, Temuco, y Antofagasta nominaban sus escaleras regalones: La subida Pasteur, la Santa Margarita, la San José del cerro Larraín, la Harrington del Panteón. Sobre este último contesté: “¿Se acuerda una escena de ‘Amnesia’ de Justiniano con Julio Jung subiendo allí? Memorable. Qué lugar más maravilloso.”
María Fernanda vive en Santiago pero estudió diseño en el Puerto. Ofreció: “Como alumna subía mucho a Cienfuegos y Carampangue. Carampangue es más larga”. Otro nominó Cabritería. Pero aun no había cifras oficiales. A las 1:15 me quedé dormido.
Amanecí el lunes y revisé. Tenía un montón de mensajes en bandeja. “Cienfuegos tiene 166, Carampangue 194.” Un grupo de alumnos de la UFSTM querían saber: ¿Vale la escalera de nuestra universidad? Después de un intercambio, a favor y en contra, yo contesté: “UFSTM es patrimonio importante de Valpo. Vale.” Los alumnos, felices, reportaron: “Entonces tenemos 210 peldaños. Vamos ganando.”
Pero su alegría no duró mucho. Media hora después, la Pasteur fue confirmada en 212.
El martes había un mensaje de un periodista de La Tercera y dos mensajes de un par de diarios electrónicos. “Todd, supimos que estas organizando un concurso de escaleras, ¿podemos hacer un reportaje?” Sorprendente este twitter.
El miércoles amaneció con nuevo líder: “El Teniente Bello”. Parte en la calle Lastra y sube Mariposas. Es fantástico. Y, es más, tiene 230 peldaños confirmados.
Víctor Estivales, licenciado en literatura de la PUCV que cursa un postgrado en Santiago, me asegura: “la escalera que une Jorge Washington con Ibsen tiene más de 300.” ¿Su problema? “La única que puede confirmar es mi hermana, pero está a punto de hacerme tío.”
El jueves ardía otra polémica. ¿Los peldaños tienen que ser continuos? La decisión de aceptar descansos animó a un ex – residente del cerro Las Cañas. “La escalera de la muerte”—lo que los vecinos llaman aquella que colinda con su ascensor abandonado. “Estoy seguro que tiene, al menos, 400 peldaños”, escribía. “Necesito que me lo confirmas, amigo”, contesté. “No puedo. Estoy estudiando en el Sur.” Mandó una imagen desde Google Earth. “Trampa” respondió otro.
Se me ocurre que quienes pontifican la muerte del Puerto, una e otra vez, desconocen un detalle importante: la pasión de su gente. ¿El desafío? Saber encausarla. Los críticos me dicen, “Cuesta arriba, gringo.” Da lo mismo. La fuerza viva de Valpo vive escalando.
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